Las voces de un secuestro
Se vió privado de su libertad de la noche a la mañana, en medio de la selva colombiana. Por casi dos años recorrió caminos inhóspitos y enfrentó sus peores temores. Sin embargo, el deseo de volver a ver a su familia lo mantendría a flote pese a vivir sumido en una total inseguridad.
Llego a mi cita a la hora justa. En el ascensor, coincido con una pareja y su hija adolescente. Chistean, se ríen, van muy juntos. Algo me dice que son ellos. Me reciben en su apartamento: un sitio lleno de luz, acogedor, con fotos de familia y un enorme ventanal donde la mirada se pierde en la vastedad del Océano Pacífico.
Durante la entrevista, Carolina y Sandra, las hijas menores, entrarán y saldrán de la casa; se sentarán cerca. Martha Lucía, la hija mayor, vive en Italia. Sandra, la esposa de Julio, nos acompañará a ratos, participará de la conversación, nos dejará solos y volverá, tan suavemente, que apenas se siente. Llegará Julio Alejandro con su esposa y su bebé, de apenas un mes. En medio de su historia, Julio padre tomará en brazos a su segundo nieto para darle su leche.
Mientras habla, intento encontrar en ese hombre jovial y lleno de vida, rastros de aquél barbudo retratado en los periódicos a los pocos días de su liberación. “Las FARC liberan a ejecutivo secuestrado hace 20 meses”, se leía en los titulares. Veinte meses: 603 días privado de su libertad, alejado de su familia, en lo más profundo de la selva colombiana. Se me hace imposible.
Un paseo de familia
Cada secuestro tiene su historia. La de Julio y su prima Beatriz se inicia con un viaje muchas veces pospuesto a Puerto Inírida, población colombiana en la frontera con Venezuela, donde vivía y trabajaba Octavio, el hermano de Julio. Tanto les garantizan la seguridad del área que, finalmente, deciden organizar un paseo para Semana Santa. Son unos 14 en total. A último momento, Carolina decide no ir. Su hermana Sandra está de viaje en los Estados Unidos y ella prefiere quedarse con Julio Alejandro en Panamá e irse de paseo con los jóvenes. Julio padre está furioso, ya tienen todo planeado. Pero ceden y Carolina no va.
Octavio les tiene planeado un viaje a los cerros del Mavicure, uno de los lugares más hermosos del área. Julio y Sandra prefieren no arriesgarse. En la cena, coinciden con una familia muy conocida de Bogotá que recién regresa. “Vayan”, les insisten: “es un sitio espectacular y muy seguro.” Ya el paseo está planeado, así es que optan por ir.
Abril 7 de 2004
Parten temprano. A las dos horas de viaje, el bote avanza demasiado despacio. Dos lanchas los interceptan y los escoltan a la orilla. Optimista por naturaleza, Julio piensa que puede ser tan sólo un retén. Ya en tierra, separan a hombres y mujeres. Llevan una lista con nombres; preguntan por la menor de sus hijas. Insisten. Al ver que no está, le dicen a Beatriz, que busque sus cosas, que se va con ellos. “¿Conoce usted a Julio Arango?”, le preguntan directamente a él. Con una sonrisa burlona, me dice “yo ya estaba embarcado en el siguiente paseo”. Él les dice que no tiene nada que llevar, pero Sandra corre al bote y toma la bolsa de ambos. Una toalla gigante que alcanzará para dos, mertiolate, algodón, una cuchilla y una muda de ropa: posesiones que le harán la vida un tanto menos difícil.
“No se preocupe: yo ya he vivido lo que tenía que vivir”. Le dice Julio mirándola a los ojos. “Cuide a mis hijas”. Más tarde, en el primero de los cuadernos que le dan, Julio Arango Echeverry escribiría: “al alejarse la lancha, Sandra estaba más hermosa que nunca”. Así se inicia un eterno viaje río arriba, luego por poblados indígenas, la última población de El Zancudo, hasta irse adentrando en la humedad de la selva impenetrable.
“La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de uno mismo”
Montaigne
Desde el primer momento, Julio toma dos decisiones vitales: mantenerse positivo y vivir día a día. Incorpora una rutina de ejercicios y, más tarde, adiciona meditación y ejercicios de respiración. Le pregunto si antes tenía esa disciplina. “¡Qué va!” Sandra le había insistido que tomaran juntos unos cursos en “El Arte de vivir” y, a veces, para acompañarla, hacía las respiraciones con ella, pero jamás había sido un verdadero creyente de sus bondades. “No soy muy practicante, pero sí creo en un Dios”, me dice. Privado de todo excepto de su capacidad de decidir, “cuando meditaba, le pedía dos cosas: que me diera la fortaleza física para resistir y la fuerza mental para tomar las decisiones adecuadas con lucidez… en las próximas 24 horas. No más. Sólo por hoy.”
Sobrevivir significaba también adaptarse a unas condiciones alimenticias y sanitarias precarias. “Don Julio y Doña Beatriz, aquí tienen”. Papel higiénico y pasta de diente. Dos lujos en medio de la selva. Más tarde, les darían jabón para bañarse en el río.
Cada vez que acampan, les limpian el sitio y montan un toldillo –esencial para subsistir en la selva cerrada, rodeados de nubes de zancudos, animales y lluvia constante. Con horario militar, los despertarán y les darán café. Las comidas consistirán en arvejas secas, porotos o lentejas. Julio detesta las lentejas, pero en esas circunstancias, no sólo las acepta, sino que aprende a encontrarles la gracia. También comen yuca brava, que puede ser venenosa, si no se le sabe curar. “Si mataban mico, yo comía mico. Si nos tocaban unos caimancitos, pues eso también nos lo comíamos. Si ellos sobrevivían en esa selva de esa manera, tendríamos que hacerlo nosotros también.”
Los enseñan a tejer unas correas larguísimas. A Beatriz le improvisan unas agujas de tejer. Le piden que les teja binchas y suéteres. Eso los mantiene ocupados. “Aparte de estar secuestrados, que es un abuso contra el derecho de las personas, nos trataban bien. Tuvimos suerte.” Un comando fijo de 6 muchachos y muchachas de entre 14 y 24 años, estará a cargo de ellos. De 10 a 20 jóvenes más, se unirán, rotándose, al paso del tiempo. Al igual que sus captores, los visten de camuflaje y les dan botas de caucho. Les vendan los ojos al moverlos en bote y los tapan con bolsas de plástico.
La vida nos cambió en un instante
“ Todo sucede un miércoles santo”, me dice Sandra. “No es hasta el sábado que conseguimos salir de Puerto Inírida”. Ponemos todas las denuncias posibles: ante la Cruz Roja, Amnistía Internacional, los Derechos Humanos; desde el cura hasta la Defensoría del Pueblo. La hija mayor de Julio, Martha Lucía, casada con italiano, lo reclama como tal.
Comienza su curso acelerado de secuestro. Reciben orientación de Fundación País Libre, de la policía, de negociadores profesionales. Les aconsejan redactar un acuerdo donde se establezca qué hacer en los diferentes escenarios y firmarlo todos: si aceptarían un rescate militar, quién será el encargado de manejar las comunicaciones y cada uno de los detalles de esta nueva y aterradora situación en la que ahora se ven envueltos.
Sus amigos son un gran soporte, en especial les ayuda el apoyo de quienes han pasado por situaciones similares. Cada uno de los muchachos da lo mejor de sí.
“Se llevaron a Julio, pero no les permitiré que nos desbaraten la vida.”
Ingeniera de sistemas al igual que Julio, Sandra había trabajado hombro a hombro con él. Pero hacía 6 años se había separado para dedicarse a su casa, la familia, a sus intereses. Tiene que poner a un lado la incertidumbre y la angustia, para convertirse en el pilar de su casa y de su empresa.
A pesar de la distancia, esta familia enfrenta esta prueba con una filosofía de vida común. Mientras Julio ha tomado la determinación de no dejarse vencer por la desesperanza, Sandra se propone mantener la cohesión de su familia y de su empresa. Hay quienes vaticinan no más de 3 meses para Arango Software. Sandra y su equipo no sólo logran sostenerla, sino que la hacen crecer aún más.
Procuran seguir su vida lo más normal posible, pero en fechas como el cumpleaños #18 de Carolina, su graduación o los ochenta años de Doña Nelly, la madre de Julio, se siente el vacío de su ausencia.
Emilio Meluk, en su obra “El secuestro: una muerte suspendida”, analiza su efecto multiplicador: “el secuestro no sólo afecta a la víctima, sino también a la familia”, afirma. “Yo sabía que ellos estaban bien.” dice Julio. “Pero aquí vivían en la incertidumbre. Debe haber sido peor.”
En menos de diez días, por segunda vez, los entrevisto en su antigua casa. Julio ha preferido regresar. Son muchos los ajustes que tendrán que realizarse después de casi dos años de ausencia.
Un puente de esperanza
Cada domingo, de 1:00 a 4:00 a.m., un pequeño radio de onda corta se convierte en su conexión con la esperanza. En lo más profundo de la selva, dentro de su toldillo, lo lleva a su oído para escuchar las voces de aliento de miles de familiares y amigos de los secuestrados.
Le ponen música, se burlan de sus chistes malos, le cuentan sobre sus vidas y cuánto lo extrañan. No fallarán un solo domingo, a pesar de no saber si él los escucha. Al principio, doña Nelly, su madre, no puede decir más de dos palabras sin soltarse en llanto. El tiempo la enseñará a controlar el dolor de madre y sus mensajes se convierten en misivas esperadas por todos.
“Las voces del secuestro” es un programa fundado en 1994 por el ex secuestrado y experimentado periodista Herbín Hoyos Medina, en Radio Caracol. Además de transmitir los mensajes a viva voz, también leen aquellos enviados al sitio web. Son miles y no hay tiempo para todos, pero son 4 horas de esperanza para familiares y secuestrados. “Muchas veces apenas comprendía sus palabras”, me dice Julio. “Pero escuchar sus voces me sostenía una semana más.”
La esperada libertad
El 2005 casi llega a su fin. Se rumora que los dejarán en libertad: el ejército se acerca cada vez más al área y el riesgo de mantenerlos cautivos es cada vez mayor. Ni Julio ni Beatriz quieren creer: la desilusión sería insoportable. Pero la rutina varía en detalles que podrían indicar un verdadero cambio: escasea la comida, los movilizan sin cesar, los hacen dormir en ropa, no les permiten encender la linterna.
Se inicia el viaje de retorno. Los pasan de un comando a otro. Viajan por río, hasta llegar a los primeros poblados indígenas. Un guía del área los llevará hasta El Zancudo, les entregará una tarjeta de teléfono, algo de gasolina y provisiones.
En El Zancudo, Julio llama a su hermano desde el teléfono público. Ancianos, hombres y mujeres con niños en brazos rodean al barbudo para verlo usar, por segunda vez en su historia, el aparato telefónico. Octavio no lo puede creer. Es el 28 de noviembre del 2005. Tardará tres días en llegar hasta Puerto Inírida y no será hasta el 2 de diciembre que regresará a Bogotá. El 4 de diciembre, Julio Arango Echeverry finalmente abrazará a su familia en el aeropuerto de Panamá.
Más allá del secuestro
Cada secuestro tiene su historia. Hay quienes carecen de los recursos intelectuales y emocionales o del apoyo afectivo, familiar y social de Julio Arango. El perfil de los secuestradores y las condiciones influirá inmensamente en sus efectos. Hay quienes pierden todo y quedan marcados con cicatrices de por vida. Pienso también en sus efectos a nivel de sociedad en general: vivir con miedo, en la incertidumbre.
Geográficamente, Colombia es un sitio privilegiado, con vastas riquezas naturales. Políticamente, es uno de los países con más larga tradición democrática de Latinoamérica. Sin embargo, desde hace décadas, es un país desgarrado por la violencia. Pero detrás de todo, hay un pueblo trabajador, acogedor, alegre, a pesar de la tragedia.
Pienso cómo el ser humano se adapta a todo, pero también cómo es capaz de elevarse más allá de las circunstancias. Me imagino a un Julio Arango Echeverry, ejecutivo y empresario, de un momento a otro, privado de casi todo, excepto de su capacidad de elegir cómo enfrentar sus circunstancias.
Seiscientos días después, de vuelta a la población indígena de El Zancudo, Julio leerá en el mural de la escuelita, desierta por vacaciones, un mensaje de despedida a los niños. Tocado por esas palabras, las escribe en el último de los cuadernos donde anotaría toda su experiencia.
“HOY trataré de ajustarme a la vida. Aceptaré al mundo tal como es y procuraré adaptarme a él. Si sucede algo que me desagrada, no me mortificaré ni me lamentaré: agradeceré que me haya sucedido porque así se puso a prueba mi voluntad de ser feliz. HOY seré dueño de mis nervios, de mis sentimientos, de mis impulsos. Para HOY tengo que tener dominio de mi mismo. Trabajaré alegremente con energía, ánimo y pasión. HOY contaré mis bienes y no mis males, compararé mi vida con la de otros que sufren más. HOY seré feliz.”
“ Fíjate bien que HOY siempre lo tenían escrito en mayúscula.” Un HOY que mantuvo a Julio lúcido en medio del absurdo, a su familia unida, en medio de la incertidumbre, y que les regalara el maestro a esos niños indígenas colombianos, como 24 horas más de esperanza, antes de partir a casa.
Julio Arango Echeverry
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Sobre el secuestro
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Las voces del secuestro www.lasvocesdelsecuestro.com
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