Alaska: un verdadero paraíso terrenal
La última frontera no es únicamente hielo y desolación, como muchos imaginan. Es un destino delicioso, con paisajes que nos dejan sin aliento, fenómenos naturales cada día más preciados e impresionantes animales. ¿Por qué vale la pena ir y qué no se puede perder una vez allí?
Llegar, definitivamente, no es fácil: hay que atravesar todo Norteamérica para arribar a la más distante frontera de Estados Unidos en su extremo noroeste, una distancia de más de 7,000 kilómetros y aproximadamente nueve horas de vuelo, con escalas, desde Panamá. El viaje, además, debe ser planeado con calculada anticipación, pues como queriendo presumir de su exquisitez innata y debido a su álgido clima, sus puertas se abren al mundo primordialmente por cinco meses al año, entre mayo y septiembre. Pero nada importa, pues visitar un lugar tan extraordinario y placentero como Alaska, donde cada pie cuadrado nos brinda una lección abrumadora de belleza, variedad y nitidez, es una experiencia que volvería a repetir mañana mismo.
El más grande de los estados de Estados Unidos no siempre fue parte de esta norteña nación. Este territorio, con más de un millón y medio de kilómetros cuadrados y la más extensa costa norteamericana, fue comprado en 1867 al gobierno ruso por cerca de $7.2 millones y hace 50 años, en 1959, fue proclamado el penúltimo de sus estados, curiosamente sin que limite físicamente con ningún otro del país, pues lo rodean Canadá, los océanos Pacífico y Glaciar Ártico, y el Mar de Bering, en cuyo estrecho encontramos la distancia más corta entre América y Asia: unos 85 kilómetros.
Alaska no solo es inigualable, es también inolvidable. Jamás imaginé que pudiese existir un lugar tan puro, tan precioso, tan celestial, donde las montañas nevadas contrastan magníficamente con la exuberante vegetación; donde los animales deambulan en su hábitat natural, mientras curiosos turistas se deleitan con su cercana presencia; donde los fenómenos más estudiados de la ciencia transcurren naturalmente frente a nuestros ojos, brindándonos una abrumadora lección de autenticidad, de compromiso con el medio ambiente y de humildad; donde la grandeza de innumerables paisajes de postal se conjuga con la calidez y sencillez de sus habitantes; donde el tiempo parece no transcurrir, mientras miramos el reloj deseando que la experiencia no acabe jamás.
No es de extrañar, pues, que en las últimas décadas Alaska se haya convertido en uno de “los” sitios turísticos por excelencia recibiendo, tan solo en cruceros, más de 800,000 visitantes al año. Tampoco es de extrañar que, durante los meses de verano, exista una migración temporal de personas que literalmente se mudan a Alaska para ofrecer sus servicios a más de un millón de turistas que arriban por diversas vías, dilatando su población usual de más de 650,000 habitantes.
Pero, ¿qué es lo que hace a Alaska parte de nuestra alma para siempre? Definitivamente, su riqueza natural y su inmensidad, que sobrepasan con creces la comprensión humana y nos hacen sentir como en ningún otro lugar del planeta. Sin embargo, lo verdaderamente abrumador es cómo la naturaleza se vive, en Alaska, tan de cerca, sin tapujos, sin maquillaje, sin traducciones.
Una de las cosas más impresionantes que se puede hacer en la vida es pararse frente a un glaciar, esa enorme masa de hielo depositada por siglos, típicamente en lugares cercanos a los polos donde se acumula más nieve en invierno que la que se derrite en verano. En Alaska, no sólo es posible ver numerosos glaciares, es muy factible pararse sobre algunos, escalarlos, hacer un picnic cerca o incluso recorrerlos montado en un trineo guiado por perros, el deporte oficial del estado. Y es que los más de 100,000 glaciares existentes en Alaska cubren aproximadamente 75,000 kilómetros cuadrados, ¡casi todo el istmo de Panamá! Más aún, de acuerdo con la guía de viajes Frommer´s, el área de Alaska cubierta por glaciares es cien veces mayor a aquella habitada por seres humanos.
Quien haya escuchado, frente a frente, el rugiente sonido de toneladas de hielo azul desmoronándose en el agua, jamás olvidará la magnitud de lo que sus sentidos atestiguaron ni la lección espontánea de ciencia que sus ojos presenciaron mientras un glaciar se transformaba en iceberg. Y es, precisamente, ese momento irrepetible, el que no debe faltar en su viaje: su visita a Alaska no estará completa sin pasar por la Bahía de los Glaciares, uno de los 17 parques nacionales del estado que hasta 1750 era, en sí, un inmenso glaciar. Allí, donde 16 espectaculares y activos ríos de hielo bajan desde las cumbres nevadas hasta la bahía, se encuentra uno de los mejores paisajes del mundo para observar la creación de icebergs.
Y hay más, mucho más. Empecemos por saber que Alaska se divide en cinco zonas principales: el Inside Passage o Pasaje Interior y las regiones Centrosur, Suroeste, Interior y Lejano Norte. La más visitada es, sin duda, la del Pasaje Interior, al sur, un estrecho de 805 kilómetros de largo que es hogar de miles de islas y 24,000 kilómetros de costas. Con un clima sumamente benevolente, es el destino predilecto de grandes cruceros -la forma más popular de visitar Alaska- con miles de pasajeros que al llegar disfrutan de su exuberante vegetación, pintorescos pueblos pesqueros que huelen y saben a historia misma, deportes al aire libre y grandes extensiones de hielo. Ciudades y poblados como Ketchikan, Sitka, Skagway y Juneau muestran lo mejor de sí mismos.
Ketchikan se autodefine como “la primera ciudad”, por ser la cara inicial de Alaska que muchos ven; se proclama la capital del salmón (aunque sus cangrejos también son a pedir de boca) y la que más colección de tótems tiene en el mundo; e impresiona por el apego de sus habitantes a costumbres milenarias, como el experto manejo de la madera en manos de artesanos y leñadores. Abrumador y muy accesible desde allí es el Bosque Nacional Tongass, el más grande de Estados Unidos con una extensión de 69,000 kilómetros cuadrados.
Sitka ofrece un legado colonial y cultural de primera pues, al haber sido la capital de la América Rusa por varias décadas, cuenta con maravillosos lugares de interés histórico y edificaciones rusas del siglo XVII.
Skagway, con una población de tan solo 850 habitantes, es un pequeño poblado producto de la fiebre del oro, cuyas estrechas calles y curiosas tienditas pueden llegar a atraer hasta 8,000 visitantes por día, quienes maravillados presencian, en época de salmón, la procesión de estos peces a través de quebradas que atraviesan el pueblo hacia sus lugares de desove. No hay que perderse, una vez allí, un paseo por el legendario White Pass and Yukon Route Railway, ferrocarril con una de las más preciosas vistas escénicas del continente. Y una recomendación personal: aventúrese a visitar el glaciar de Davidson, a menos de dos horas en catamarán, donde en una rústica canoa, y con el cuerpo y las manos heladas, podrá incluso recoger pedazos de hielo provenientes de esa gran masa de agua congelada, cuya inmensidad palpará a tan solo unos metros de distancia. El respeto por el ambiente es tal, que en ésta y otras atracciones turísticas es prohibido hacer trillos en los bosques: hay que usar aquellos creados por animales salvajes, como los osos, con su paso continuo.
Juneau, la capital de Alaska, es una ciudad espectacular, rodeada de mar y enormes montañas. Para efectos prácticos este lugar, en el que la modernidad se combina con el sabor local en un escenario de película, está aislado del resto del estado: sus 30,000 habitantes y otros cientos de miles de visitantes solo pueden llegar a él vía aérea o marítima, pues es inaccesible por tierra. Este paraíso al aire libre ofrece todo tipo de actividades: un empinadísimo ascenso de 1,164 metros y seis minutos en uno de los teleféricos más verticales del mundo, que lo llevará a la cima del Mount Roberts, lo más cerca del cielo y una de las mejores excursiones en las que he estado, que nos permitió recorrer varios picos nevados a través de pequeños trillos, mientras gozábamos de vistas inigualables; una visita al imponente glaciar Mendenhall, de 19 kilómetros de largo y 2.5 de ancho, donde a bordo de una balsa navegará por rápidos mientras desciende por el río del mismo nombre; un corto viaje en helicóptero al Juneau Ice Field, el quinto campo de hielo más grande en todo Norteamérica, donde divisará y caminará sobre esa interminable extensión de nieve imperecedera, similar al Alaska que todos imaginamos; y un encuentro cercano con maravillosas criaturas como ballenas jorobadas, águilas calvas (bold eagles) y osos, dentro de una fauna de ensueño sorprendentemente accesible para los visitantes.
Si cuenta con más tiempo, hay tres lugares adicionales que vale la pena conocer: Anchorage, la ciudad más grande y poblada de Alaska; Fairbanks, verdadera entrada al centro y la zona ártica del estado, lugar ideal para observar las auroras boreales y una de tan solo cinco ciudades en el mundo donde podrá experimentar el fenómeno del “sol de medianoche”; y el Parque Nacional Denali, cuna de innumerables especies animales y vegetales, y donde además podrá divisar Mount McKinley, la cumbre más alta de Norteamérica.
Luego de visitar Alaska no somos ni seremos los mismos. Nuestra mente, nuestros sentidos y nuestro aprecio por esa creación maravillosa de la que afortunadamente somos parte se engrandecen, mientras nos sentimos humildes y comprometidos a preservar tan magno espectáculo, para nuestro bienestar y el de muchos otros que podrían seguir nuestros pasos.
Fotos:
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© Stuart Westmorland / Corbis
Cortesía de Augusto Gerbaud
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