Algo ocurre debajo de estas calles
Los sistemas de transporte subterráneo, tan eficientes como peculiares, son más que un medio de movilización. Son el escenario de una cultura generada por las sociedades que han aprendido a moverse en el subsuelo.
En un vagón del metro, el escenario es distinto cada vez. Hoy, un hombre leerá la Biblia a voz en grito, desafiando la indiferencia de los viajeros; mañana, tres chicos de Harlem realizarán un acto de piruetas sin golpear sus cabezas contra el techo ni tocarle los pies a nadie, y se ganarán el aplauso de los viajeros y unos cuantos dólares.
La mayoría de las veces, sin embargo, viajar en el metro de Nueva York es una experiencia privada, aunque tus rodillas choquen con las de la persona que va sentada junto a ti. Los libros, revistas y reproductores mp3 con los que se entretienen los viajeros sirven como una barrera que separa a unos de otros. Una barrera personal tan acusada que da por pensar que habría que entrar en el vagón desnudo y pintado de verde para que alguien se fijara en ti.
Los neoyorquinos, seres individualistas donde los haya, no podrían, sin embargo, concebir su vida sin el metro. Desde Inwood, al norte de Manhattan, hasta Far Rockaway, en Brooklyn, o desde Times Square hasta Jamaica Center en Queens, los habitantes de esta ciudad recorren cada día kilómetros y kilómetros en estos vagones grises, aliviados de los problemas de tráfico vehicular que congestiona la superficie.
En octubre de 2004 el sistema de transporte subterráneo de Nueva York cumplió 100 años. Aunque no es el más antiguo del mundo –ese honor se lo lleva “el tubo” de Londres que empezó a operar en 1863- sus más de 1,000 kilómetros de vías y sus 468 estaciones lo convierten en el más extenso de todos los sistemas de transporte suburbanos.
Pero estos son los datos técnicos. Cualquiera con un poco de curiosidad y sentido de observación sabe que el principal atractivo del metro de Nueva York es esa sociedad con rasgos propios que viaja en sus vagones cada día.
“Después de pasar tanto tiempo en el metro, puedo decir que cosas muy curiosas ocurren cuando encierras a millones de personas debajo de la superficie en cuartos de metal rectangulares por un periodo de tiempo”, escribe el periodista Randy Kennedy en la introducción de su libro Subwayland. “Se crea un lugar que es mucho más que la suma de sus partes. De hecho, genera una sociedad por sí misma, con su propia ciudadanía, gobierno, flora y fauna, costumbres, mitos, tragedias e historias secretas”.
Kennedy, quien durante dos años y medio escribió para el New York Times una columna semanal sobre el metro, se refiere a la variedad de grupos humanos que allí pueden encontrarse catalogados por raza, nacionalidad y religión; a los fanáticos del metro -verdaderos especialistas y adoradores del sistema-; a los artistas que allí se ganan la vida -magos, bailarines, músicos-; a los vendedores ambulantes -en el metro se pueden comprar desde baterías hasta pequeños muñecos “made in China”-; a la particular historia de cada uno de los 20 mil empleados que operan el sistema; a las palomas que salen y entran en los vagones como si realmente fueran a alguna parte, y a la leyenda urbana de los lagartos que se pasean por sus túneles.
Después de cien años de historia y con tantos kilómetros para recorrer, es lógico que haya mucho que contar. Y así, a la aventura de viajar de forma expedita debajo de las calles, hay ciudades del mundo que apenas empiezan a sumarse. Mientras el metro de Nueva York muestra las marcas de su vejez -estaciones oscuras y sucias, mosaicos que ya no resisten el ataque de la humedad- otros, como el metro de Caracas, abierto en 1983, todavía resplandece de nuevo. Y lo mismo ocurre con el metro de Bilbao que, estrenado en 1995, sin duda entrará a la historia del transporte suburbano por su soberbio diseño.
Centenarios o recién estrenados, los sistemas de transporte subterráneos del mundo están marcados por su eficiencia y por su sintonía con el medio ambiente. El trauma que representa para una ciudad el periodo de excavación del suelo, un proceso muy costoso y que se prolonga por muchos años a medida que la red se expande, tiene su recompensa.
El sistema subterráneo de París, por ejemplo, tiene una historia muy peculiar en ese proceso de mantener un equilibrio entre la eficiencia y la modernidad. Abierto en el año 1900, cuatro estaciones del metro parisino tuvieron que ser cerradas durante la Segunda Guerra Mundial porque no quedaba nadie en la ciudad que les diera uso. Esas estaciones no volvieron a abrirse y hoy son parte de un curioso conjunto de estaciones fantasmas que a veces sirven de escenario para la filmación de películas.
Sin embargo, el metro de París es actualmente una especie de museo en movimiento y un experimento tecnológico: la línea 14, la última en ser añadida al sistema, no sólo tiene un diseño propio del siglo XXI, sino que es considerada de las más modernas del mundo dado que sus trenes se mueven por computadora. Cierto, no llevan conductor, una posibilidad que se planteó en Nueva York y que fue recibida con cierto temor. ¿Trenes sin conductor? Los neoyorquinos opinaron que eso era simplemente aterrador.
Por otra parte, el metro de Tokio es hoy por hoy la muestra perfecta de que los transportes subterráneos se adaptan fácilmente a las demandas actuales del uso eficiente de la energía y la reducción de material contaminante. En 1994, el metro de Tokio incorporó a su sistema un vagón hecho completamente de aluminio reciclado y el 100% de la tierra y la arena que se excava durante los trabajos de expansión de las líneas es utilizado para construir las paredes de las estaciones.
Arte y buenos modales
Todo parece indicar que desde que se abre la primera estación, los metros tienden a cambiar, para bien, la dinámica de las ciudades y las vidas de sus habitantes. Aunque el metro de Nueva York fue construido para dar respuesta al enorme problema de una población que crecía a pasos agigantados, también respondía a un crecimiento económico que demandaba una nueva manera de llegar a los puestos de trabajo, que ya a finales del siglo XIX era demasiado lenta a paso de carreta.
Algunos historiadores aseguran que Nueva York es la ciudad dinámica y productiva que es hoy gracias, en gran parte, a este recurso subterráneo que une geográficamente cuatro de sus cinco distritos. “El símbolo de Nueva York es el rascacielos, que proclama el poder, la prosperidad y la espectacular arquitectura de la ciudad. Comparado con el elegante rascacielos, el metro – escondido debajo de la superficie, sucio y a menudo atestado de gente- no es nada inspirador. Sin embargo, sin el metro, el rascacielos sería únicamente una cáscara vacía”, dice el historiador Clifton Hood, en su libro 722 Millas, que narra la construcción del metro de Nueva York y la forma en que éste transformó la ciudad.
Por otra parte, el sistema de transporte subterráneo ha obligado a los ciudadanos a aprender nuevas normas de comportamiento y ciertas reglas de cortesía imprescindibles para sobrevivir al trayecto y para mantener en buen estado un recurso que la mayoría considera un bien comunitario.
Julie Paredes, una venezolana que presenció el estreno del metro de Caracas y lo disfrutó durante 15 años antes de mudarse a Panamá, recuerda haber advertido un cambio en la forma de comportarse de la gente cuando entraban a un vagón. “Al entrar al metro, parecía que la gente dejaba colgado su traje de estrés y se vestía de educación y buenos modales. ¡Era impresionante! Sobre todo si tomamos en cuenta que el venezolano tiende a ser escandaloso e inquieto”, dice Paredes, quien agrega que llegar a tu destino en un tiempo que antes era inconcebible, le ha cambiado la vida a los caraqueños. “Si aprendes a lidiar con la multitud, es un éxito para tu agenda”.
Ana Cristina Angelkos, una joven psicóloga panameña que estudia su maestría en Santigo de Chile, dice que si tuviera que escoger entre los metros que conoce de otras ciudades, como los de Nueva York y Boston, se queda con el metro de Santiago por la extrema limpieza de las estaciones y los vagones y, sobre todo, por la frecuencia y puntualidad de los trenes. En una ciudad de ocho millones de habitantes, ahogada por el tráfico lento y contaminante que se mueve en sus calles, Angelkos asegura que el trayecto que realiza en 30 minutos en el metro hasta la universidad, se convertiría en un largo paseo de una hora y 15 minutos si tuviera que hacerlo en automóvil.
Pero Angelkos reconoce que lo que más le llama la atención es el papel que está teniendo el metro en la formación cultural de los habitantes de Santiago. “Metrocultura” es el nombre que reciben el conjunto de actividades artísticas y musicales que promueve la administración del metro de Santiago, y que incluye el préstamo de libros en kioscos ubicados en las estaciones. Santiago de Chile no es la única ciudad que utiliza las estaciones de metro como plataformas artísticas. En este aspecto Londres fue la gran pionera al introducir el trabajo de artistas renombrados en las estaciones, un trabajo de culturización ciudadana que empezó en 1908.
Siguiendo esta tradición, las autoridades de otros metros del mundo como el de México, Nueva York y Caracas han desarrollado programas culturales que incluyen el revestimiento de estaciones enteras con el trabajo de artistas que hacen del mosaico, el acero o el bronce sus materiales de trabajo.
Y si bien algunos usuarios van demasiado apurados como para detenerse a admirar los detalles de los mosaicos o las esculturas, nadie puede dudar que entre la cultura que la marea humana suburbana va generando y la que promueven las autoridades, siempre ocurre algo debajo de estas calles; una vida paralela que cada ciudad suma a su historia en la sección de sociedad.