Cuando la película fue mejor que el libro
Cuando una película logra plasmar en imágenes la esencia de un libro, destacando lo mejor del mismo, la experiencia para el espectador resulta formidable.
La literatura y el cine son artes independientes, sus respectivos objetos no deberían ser comparados y menos oponerse. Pero quién se resiste a ello. La película de un libro que nos gusta casi nunca parece adecuada, pero la magia del cine dio vida a personajes inolvidables que superaron las posibilidades de imaginárnoslos.
Los lectores empedernidos generalmente evitamos la versión cinematográfica de una buena novela. “Ninguna película es mejor que su libro” no es sólo un cliché, posee toda la carga semántica que declara. No obstante, hay películas que superan con creces las novelas que las originaron.
Es difícil comparar dos objetos que en principio no se oponen. Y aparte de las ventajas intrínsecas del objeto libro: portabilidad, adaptación a casi cualquier sitio y horario, no requerir ningún aditamento especial para funcionar, etc., también es verdad que el acervo cultural y las vivencias acumuladas en la memoria bastan para un placer insustituible. No es sólo ser espectador en una historia, pues con el cine igual ocurre, sino poder introducirse en ella mediante la imaginación, que es infinita y que se cohíbe un tanto ante lo visual. Sólo el libro nos permite llegar a las profundidades más ocultas del pensamiento del demiurgo, al desdoblarse en personajes y narrador (aunque no deben confundirse narrador y autor), éste se desnuda y en todas las esferas cognoscitivas que genera con cualidades multiplicadoras, exacerba ese poder continuo que, con cada relectura, puede devolver una y otra vez pasajes sublimes, posibilidad que no tiene parangón.
¿Cuál es la realidad actual del parámetro del título y por qué se dieron excepciones preeminentes? El cine no sólo es una de las ciencias y artes que mayor evolución han experimentado, sino que esto ha sucedido del modo más ostensible y fastuoso, en tiempo muy breve; mientras que el libro sigue con las mismas características y esencia que el rollo de papiro que lo originó –precisamente en ello estriba su valor–. Si Homero viera la versión de La odisea, de F. Ford Copola, se deslumbraría al escuchar y ver –literalmente– a Neptuno en coloquio con Ulises. Pero conocedor de la mitología, otra será su opinión sobre las licencias que se tomaron.
Crónica de una muerte anunciada, película dirigida por el director italiano Francesco Rosi y basada en la novela de Gabriel García Márquez, es una excelente representación de esta exquisita pieza literaria.
Luego de una difícil selección en la que probablemente se omitieron películas importantes, se invita a los lectores a concordar o discrepar. Propósito final de todo escrito. Si la literatura hispanoamericana contemporánea tiene hitos insuperables, el cine basado en sus mejores novelas es, con raras excepciones, excelente: Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez; El túnel, de Sábato, ejemplos de las mejores que se han dado. No obstante, aceptemos que resulta gusto de élites. Lo cual lleva al caso contrario, una de las pocas ventajas que tiene la película sobre el libro: la accesibilidad al mensaje para la gran mayoría. Contemplar imágenes en movimiento, con sonido, inhibe en gran medida las posibilidades de imaginar, requiere menos esfuerzo que leer; sin demasiada cultura ni conocimientos, se da todo prácticamente sin permitirnos pensar. Digamos que es más fácil.
Pero si libro y película son de similar calidad, el intelectual avezado preferirá sin duda el libro. Aunque podría interesarse en la película como ejercicio comparativo y es allí donde radica la preponderancia del cine hispanoamericano. El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, es, por su estructura, sin resquicios ni sobras, una obra maestra, y la versión cinematográfica no le queda un ápice a la saga. Muestra de modo contundente la miseria que rodea a marido y mujer, y esas imágenes resultan inolvidables. En cambio la adaptación de Como agua para chocolate superó al libro, hasta en el protagonismo de la comida; pues si no se conocen los componentes de un plato, la imaginación es inútil, he allí que la imagen perfectamente presentada, no sólo resulta colorida, sino esencial, y sustenta el tema.
La asombrosa fama de cada una de las películas de la saga de Harry Potter comprueba que la masificación de las novelas, en realidad, es posible. En Tokio, miles de fanáticos asistieron a uno de los últimos estrenos.
El cine norteamericano ha pautado en tecnología y grandiosidad la ciencia de capturar movimiento y luz, que inició sus pasos con el traumatropo y se consagró cuando Lumiére, con su primer cinematógrafo, presentó un documental el 28 de diciembre de 1895. Con la anécdota de esa ocasión, en la que un tren en la pantalla se abalanza sobre los espectadores, que reaccionan con verdadero espanto, vemos cuánto ha transcurrido, al recordar escenas cumbres de algunas obras maestras del horror maximizado.
Como en Tiburón, cinta basada en la novela de Peter Benchley, dirigida por Steven Spielberg, que superó ampliamente al libro, causando pavor en los espectadores y luego gran incidencia de casos comprobados de fobia a los tiburones y al mar. Psicosis, de Robert Bloch, desconocido autor de la novela que se convirtió en el icono del suspenso de todos los tiempos gracias al cine de Hitchcock. Además, acotamos dos puntos: era la norma en las películas que dirigió el maestro de suspenso y si hubiera sido en colores, no logra tal perfección. El bebé de Rosemary, de Ira Levin, el primer sorprendido del éxito que alcanzó la producción cinematográfica dirigida por Roman Polansky, que ya es un clásico. El silencio de los corderos, de Thomas Harris, novela con gran manejo de la prosa que provoca angustiante suspenso. Pero con la dirección de Jonathan Demme, titulada El silencio de los inocentes y la actuación de Anthony Hopkins, el más terrorífico de los asesinos en serie, ocurre magistral combinación que no desmerece en nada la obra original. Las sagas que lo conjugan todo, derroche de suspenso, terror, romance… son el mayor ejemplo de una probable ventaja de la película sobre el libro, atrapan la gran masa cinéfila.
Como El señor de los anillos, con la dirección de Peter Jackson, que logra captar el alma de la novela de J.R.R. Tolkien, pero no superarla. Y sobre el mago más popular, Harry Potter, creado por J. K Rowling, uno de los fenómenos culturales del siglo XX, tanto bibliográfico como cinematográfico. No todas las novelas de la saga son exitosas. Harry Potter y la piedra filosofal es, junto a su película, dirigida por Cris Columbus, según los entendidos, la mejor.
Las novelas históricas pueden dar realce al punto preciso de la historia real, como El nombre de la rosa, cuya película, dirigida por Jean Jacques Annaud, basada en la obra de Humberto Eco, aunque no la superó, la hizo más accesible con toques geniales como la selección del elenco para personajes incidentales, que resultó de una excelencia absoluta y no la componían actores, sino residentes del pueblo en que se filmó.
No sólo la extrema violencia, el suspenso y el horror logran éxitos sin precedentes, también la religión, como en El exorcista, de Blatty. Pero, ¿y el amor?… Love Story, de Erich Segal, novella y película mediocres que, la dirección de Arthur Hille, no logra superar. Pero que se destaca porque se da en momentos en que a las masas necesitaban una historia lacrimógena. Se considera entre las diez películas más románticas de todos los tiempos. ¿Y el amor enquistado en el horror? También puede ser convertido en éxito: Como Drácula, que aparte del Nosferatu, de Murneau, o el de W. Herzog, en el que K. Kinski estuvo genial; e independientemente de que la esencia de la novela de Stoker se contaminó con eterna y apabullante mascarada “hollywoodense” de mal gusto, el vampirismo debe su imperecedera trayectoria a Hollywood.
En Drácula de Bram Stoker, de Ford Copola, el genial director ronda sabiamente la leyenda, y aunque tampoco respeta el original, crea una verdadera obra de arte en plasticidad, exquisitez de imágenes y alusiones románticas y lúbricas que superan no sólo el libro, sino casi todas las otras versiones del cine.
El padrino, dirigida también por Ford Coppola, basada en la obra de Mario Puzo es, a mi juicio, el clásico ejemplo de cuando la película fue mejor que el libro. El filme conjuga detalles que, en su perfección individual, deleitan al espectador a pesar de la truculencia y violentas manifestaciones de poder y corrupción que muestra. Todo, con sedimento de amor y honor que ya enriquecía la obra escrita, pero que hace adictiva la película. Por más emocionante que sea imaginarnos a Vito Corleone, nada ni nadie podrá opacar el rostro, gestos y movimientos de Brando cuando lo personificó.
El cine es un arte para masas; la literatura, para minorías. La simbiosis entre uno y otro quizás no incrementará el interés por la narrativa, o hasta afiance el distanciamiento de algunos hacia ésta.
Pero si una que otra vez un director logra captar la esencia de un tema novelístico y plasmarla en imágenes, valdrá la pena por el libro y por la literatura. Cada vez que suceda, la gran mayoría tendrá un atisbo de lo que percibe un lector sabio cuando se halla ante una buena novela.
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