Dale VIDA a tus años, y sentido a tu vida…
En dos ocasiones, y con el propósito de resaltar las virtudes de distinguidas personas cuyos valores constituyeron y constituyen ejemplos de vida, dije,… que no sólo hay que darle años a la vida, sino principalmente, darle VIDA a los años, frase que atesoré desde hace mucho tiempo.
Quizá para un buen número de personas, darle vida a los años se reduce a disfrutar de los bienes materiales que de una manera u otra pueden procurarse a lo largo de sus días, dejando de lado el componente fundamental que contribuye a darle un verdadero sentido a la vida. Enmarcar la vida dentro de parámetros que nos conduzcan a imprimirle sentido, es el resultado de un diseño cuyos arquitectos lo han sido y lo son nuestros mayores.
Estimo que en este aspecto acusamos fallas, y si bien es cierto que no lo son por comisión, lo son por omisión, aunque esto último tampoco constituye un atenuante que nos releva de responsabilidad.
El patrón general de nuestra sociedad da por sentada y no duda acerca de la responsabilidad que tienen los padres de «educar a sus hijos». Sin embargo, una buena proporción de ellos considera que ha cumplido con su deber al enviar a sus hijos a las escuelas y luego a las universidades, para proveerles las herramientas básicas que les permitirán hacerles frente a las exigencias de la vida. La pregunta que debemos formularnos es: ¿a qué vida? O ¿a qué parte de la vida?, a lo que se respondería obviamente a la parte material, a la subsistencia.
A esta carrera se lanzan nuestros jóvenes con verdadero ahínco en busca del preciado éxito, una de cuyas primeras manifestaciones es la obtención de una plaza de trabajo. Concomitantemente y como señal inequívoca de la independencia recién estrenada, va la adquisición de un automóvil, no necesariamente un medio de transporte, sino un automóvil de una clase o categoría que sirva principalmente para lograr «significación» en la sociedad. La conquista siguiente va dirigida a formar un hogar y a adquirir una vivienda, preferiblemente en un sector socialmente emblemático. Para algunos jóvenes, incluso, el automóvil suele tener mayor prioridad que un techo, pues la casa no se puede pasear por las calles para exhibir su nueva identidad.
En pocas palabras, si no todo el esfuerzo, la mayor parte del mismo se ha invertido en formar a nuestros hijos para una vida exitosa, concebida en la forma esquemática, sin pretensiones generalizadoras, que acabamos de describir.
En el transcurso de los años que toma el logro de esa meta, no son muchos los padres que han invertido el tiempo y la energía necesarias para procurarles a sus hijos lo que algunos llaman «el complemento de la vida» y que para mí es el elemento fundamental, o sea, su formación integral como ser humano, destinado a cumplir una misión esencial en la conformación e integración de una sociedad más justa, más honesta, más equilibrada, de la cual disfrutarán no sólo ellos, sino todos o la mayor parte de sus integrantes.
Durante la etapa de la vida en que se van definiendo los rasgos de la personalidad de nuestros jóvenes, período crucial, pareciera paradójicamente que éstos se agitan en el aire cual hojas secas arremolinadas por el viento, empujados por las presiones de grupo, agobiados por sus propias indecisiones, e incluso, en no pocos casos, atormentados por medios familiares desarticulados, desesperados en la búsqueda del ancla, la familia, para no naufragar, que ansían encontrar utilizando lenguajes contradictorios, pero que desafortunadamente muchos no hemos aprendido a descifrar.
De las 168 horas que componen una semana (24 x 7), los niños y adolescentes permanecen en las escuelas un máximo de 40 horas semanales y dedican alrededor de 56 horas a dormir y a descansar. ¿Qué pasa entonces con las 72 horas restantes en que están al cuidado de sus padres? ¿No podemos disponer, los padres, de al menos una parte de esas 72 horas, para cumplir con generosidad y desprendimiento nuestra tarea? ¿O es suficiente lo que hace la escuela y no se hace necesaria nuestra intervención, salvo en situaciones límite, cuando ya una parte del daño se ha causado?
Las «herramientas» de que debemos dotar a nuestros hijos para que sean candidatos a una vida feliz, plena y con «sentido», requieren de más tiempo y energía que la labor académica y limitadamente formativa que compete a las escuelas, más aún en nuestros tiempos, en que estas herramientas deben servir simultáneamente para navegar contra una poderosa corriente deformadora. Esa corriente deformativa o deformadora ha invadido todos los estratos de nuestra sociedad, el familiar, el social, el político y hasta el religioso, caso este último en el que la mayor parte de la feligresía de cualquier denominación carece de una fe auténtica, volcándose en el mejor de los casos, sólo a la parte ritual, y a la autoengañosa concepción diría «inocente», de que la asistencia a los cultos tiene como recompensa la obtención de indulgencias. Digo «inocente», porque si alguien cree que puede engañar al Supremo Creador, lo es.
Darle VIDA a los años, es darle sentido a la vida, en el entendimiento de que la satisfacción de las necesidades, y no sólo las necesidades sino, sobre todo, las exageradas ambiciones materiales, no les agregan vida a los años ni le dan sentido a la vida. Prueba irrefutable de ello es que la mayor parte de la «clientela» que ocupa los divanes y sillones de psicoanalistas y siquiatras son personas que «materialmente» tienen mucho más de lo que necesitan. Dice el Rabí Harold Kushnir, de Natick, Massachusetts, en su libro «Living a life that matters»: «Soñamos con dejar este mundo como un mejor lugar para vivir, que el que vivimos nosotros, a pesar de que nos asombramos al observar que en nuestra búsqueda de «significación», atiborramos a ese mundo con nuestros errores, más de lo que lo bendecimos con nuestros aciertos». Sigue diciendo: «¿Qué ocurre cuando nuestra necesidad de considerarnos buenas personas colisiona con nuestra necesidad de ser reconocidos como personas importantes? ¿Es posible lograr ambos propósitos? ¿Cuán frecuentemente nos encontramos traicionando nuestros valores, violentando nuestra conciencia, en nuestro intento diario por lograr un impacto en el mundo del cual somos parte?» (traducción libre).
Así como la vida y la sociedad nos ofrecen múltiples caminos que nos alejan de la misión que el Supremo Creador nos ha asignado, ese mismo mundo y esa misma sociedad nos ofrecen caminos que nos acercan al objetivo de contribuir a un mundo mejor, sin renunciar incluso a aquello que nos puede producir bienestar material. Combinar armónicamente los dos componentes, el espiritual y el material, es una forma de darle vida a los años y sentido a la vida.
Fernando Savater, en su libro «Las preguntas de la vida», entre otras tantas genialidades nos dice: «El sentido es algo que los humanos damos a la vida y al mundo, frente al abismo insignificante del caos al que vencemos brotando y al que nos sometemos muriendo. Significativa victoria y derrota insignificante, porque muere el hombre, pero no el sentido que quiso darle a su vida… ese queda para nosotros, sus compañeros de humanidad…»
Pienso que darle sentido a la vida no sólo es una decisión, sino una obligación moral, consustancial con la naturaleza del hombre creado por Dios a su imagen y semejanza, pues en ello va implícito el ejemplo que legamos a las nuevas generaciones.
Cierro con la leyenda del anciano de 90 años que fue sorprendido por un caminante a la vera de un sendero, plantando unos árboles, y al inquirirle su interlocutor: «¿Cuánto tiempo demoran estos árboles en dar frutos?», el anciano le respondió: «Siete años», a lo que el interlocutor le observó: «Para ese tiempo tú ya no estarás vivo», a lo que el anciano respondió: «Cuando yo llegué al mundo encontré árboles y frutos que no fueron plantados por mí… ahora hago yo lo mismo para quienes lleguen al mundo después que yo lo haya abandonado». Lo que sobrevive, es el sentido que el hombre quiso darle a su vida. Hagamos de este mundo un lugar mejor para todos, no sólo por generosidad, sino por un elemental sentido de supervivencia.