En el “ring” de la vida
Cuando la pelea por la vida se pone dura, ¡no se deje noquear! Con mucha sinceridad y basada en una difícil experiencia personal, la autora nos brinda útiles consejos para afrontar los problemas y salir triunfantes.
El 2005 comenzó dándome de golpes. Mi hijo de tres años pescó un virus y estuvo recluido en el hospital. Estuve “hasta la zapatilla” en obligaciones laborales y tuve que cancelar mis añoradas vacaciones. En casa, se dañó mi lavadora (y de “ñapa”, mi secadora también). Al poco tiempo, el gobierno me dio otro golpe bajo al cargar mi disminuido bolsillo con nuevos impuestos que pagar.
Pero el golpe que me dejó casi nocaut fue enterarme de que mi hija de 6 años estaba enferma. No solo por unos días, sino por el resto de su vida. Desde que ella tenía tres años, intuitivamente he sabido que no encajaba dentro de los patrones de lo normal en niños de su edad. Le costaba un mundo hacer cosas sencillas para los demás, como cantar canciones, interactuar con chicos y hasta nadar y montar bicicleta.
Finalmente, meses atrás, obtuve el diagnóstico final. Mi dulce y hermosa hija, que en apariencia es completamente igual a otro niño, posee una lesión cerebral. Ello le ha causado un retraso global en áreas claves del desarrollo, resultando en problemas motores, del lenguaje, de aprendizaje y de socialización.
Escuchar que un hijo debe batallar el resto de su vida con una discapacidad o una enfermedad crónica es una noticia difícil de tragar para cualquier mamá o papá. Y yo no fui la excepción. Admito que la primera emoción fue de gran tristeza, seguida de su buena dosis de rabia. Las preguntas inevitables surgen: ¿por qué a mí?, seguida muy de cerca de, ¿tuve yo la culpa? La “depre” que me autoocasioné al hacerme estas preguntas fue real y dolorosa.
Y al juntar este macroproblema con los otros golpecitos que me había dado el destino en el tinglado de la vida en días anteriores, casi me quedo en la lona y dejo que me saquen del combate.
La inacción no me duró mucho. El que me conoce sabe que yo soy bien peleona y no me rindo fácil. Decidí dejar atrás el dolor, regresar al combate e irme al contraataque. Los demás problemas quedaron relegados a plano secundario para batallar en el futuro, pues capté que uno no puede pelear con más de un contrincante a la vez y esperar ganar. Así pues, me concentré en atacar el más cercano a mi corazón: el de mi hija.
Primero, me informé para saber a qué me enfrentaba. Consulté con todos los expertos: psicólogos, fonoaudiólogos, maestras y doctores. Navegué como maniática la web buscando respuestas a mis preguntas. Y hablé mucho con amigos y familiares, para desahogar un poco la pena del corazón.
La segunda prioridad fue establecer un plan. El dejar de lamentarme y enfocarme en la acción automáticamente me dio ánimos para la lucha. Así pues, con el apoyo de mis coaches profesionales, armé un esquema de tratamientos, la organización en casa y el trabajo con los increíbles maestros de la maravillosa escuela de mi hija.
Mi lucha me ha reiterado que en los peores momentos siempre hay potentes luces de esperanza que iluminan el ring de la vida. Muchísima gente me ha tendido varias toallas en los momentos más difíciles.
Puedo reportarles que hoy tengo la seguridad de haber ganado mi pelea personal. Ahora le toca a mi hija enfrentar la suya, que no es de pocos asaltos como la mía, sino para siempre. Y es allí donde he de admitir que el temor a las peleas que a futuro tendrá que enfrentar Mandy no se me va. Estoy clarita que sus limitaciones físicas pueden ocasionarle, mal manejadas, problemas de adaptación y trastornos psicológicos. Sin embargo, aunque ansiosa por lo anterior, conmigo tendrá a una entrenadora apoyándola para enfrentar los asaltos que segurito vendrán por delante, para que pueda dar lo mejor de sí sin dejar de ser feliz.
Por mi parte, comprobé que en la pelea de la vida hay buenos y malos asaltos. Que no se puede enfrentar a varios oponentes a la vez, pues en la vida real muy pocos se asemejan a Rocky; y si lo intentas ser, lo más probable es que termines cansado, desgastado y hasta perdiendo la batalla.
Observé también que hay contrincantes difíciles y otros más fáciles. Todos deben ser enfrentados si se quiere ganar la pelea. Y que sin un buen grupo de entrenadores apoyándote, estás perdido. Comprendí que en la batalla puedes quedar con un buen par de moretones, magullado y hasta cortado, pero si al final ganas la pelea, olvidas el dolor y recuerdas la satisfacción de haberlo logrado.