¿Por qué nos conviene a todos la transparencia en los actos del Estado?

Marco A. Fernández |

19 diciembre, 2004

La palabra de moda es “transparencia”, especialmente cuando se la vincula a las decisiones del Estado. Lo contrario de transparencia se llama “opacidad”, la cual se identifica con la corrupción. Los argumentos en favor de mayor y mejor información de lo que hacen los Gobiernos pertenecen a dos categorías: la política y la ciudadana. La primera es necesaria en una democracia liberal moderna, aunque a menudo se circunscribe a una disputa partidista por la búsqueda del apoyo de los votantes y, por ello, acapara buena parte de las noticias. El argumento del bienestar ciudadano como razón para la eliminación de la “opacidad” es el más importante de todos, a pesar de que a menudo sea difícil para el “panameño de a pie” comprender los efectos en su bolsillo de los actos de corrupción del Gobierno.

Un caso ilustrativo es el que está ocurriendo en Panamá en estos momentos. Al margen de las razones reales que subyacen en los acontecimientos sobre usos indebidos de fondos públicos, lo cierto es que los panameños probablemente vamos a enfrentar algunos meses de menor circulación de dinero que la que había ocurrido en el último año, como consecuencia de una situación complicada de las finanzas públicas, parte de la cual podría ser explicada por una corrupción acumulada de varios años. Los déficit fiscales son necesarios en ciertas ocasiones, pero si son el resultado de que se pague más por lo que cuesta menos (corrupción en contratos) o de favorecer a grupos o proyectos que no generan riqueza (capitalismo de compadrazgo), entonces la vela se nos va a quemar por sus dos lados: el país tendrá un mayor endeudamiento (que habrá que pagar en el futuro con intereses) y estaremos corrompiendo las instituciones fundamentales sobre las cuales se debe basar el progreso de la nación. Recordemos que, si bien es cierto que una familia puede gastar más de lo que recibe en un año, o en dos o en tres, no lo podrá hacer indefinidamente sin que tenga que apretarse eventualmente el cinturón para volver a “vivir” con los medios que posee. Eso también es válido para los Gobiernos.

El resultado de aquellos polvos son estos lodos: ¿cómo vamos a ajustarnos los panameños (empresas y personas) a menor cantidad de plata circulando en la economía y a mayores impuestos que probablemente cobrará el fisco? ¿Qué debemos pedir al Estado como contraprestación a los necesarios cambios que se requieren para hacer realista nuestra situación económica?

El llamado “ajuste” económico tiene dos fases: en la primera, el país va a tener que gastar menos que en el pasado o, si queremos mantener el estatus de consumo, tendremos que reducir nuestros ahorros o endeudarnos más (si es que alguien nos presta). Cualquier solución a largo plazo pasa por este doloroso período, y ello es así en cualquier economía, la de Estados Unidos, la de Cuba o la de China. Lo que debemos pedir al Estado es que no solo “ajuste” a los demás, sino que se “ajuste” él mismo… y que no le recargue el peso de los costos a quienes tienen menos recursos para soportarlos. Si el sector privado (empresas y familias) se convence de que el sacrificio de hoy, adecuadamente discutido y razonado, no es una pérdida permanente, sino una inversión para lograr un futuro más sólido, entonces el país saldrá adelante. Ya Panamá ha pasado por años de una dura situación fiscal (los años funestos de Noriega) y hemos salido adelante con una economía más consolidada, por lo que no debemos ser tan pesimistas por lo que podrá avecinarse.

La segunda fase de los cambios profundos debería concentrarse en mejorar las cosas buenas que tiene el país para progresar. En particular, vemos con buenos ojos la iniciativa del Gobierno de revivir y redefinir el programa nacional de competitividad productiva para darle vigor a los muchos sectores que tienen una gran posibilidad de generar dólares en el extranjero, de promover la inversión privada y de crear empleos a largo plazo con buenos salarios. Los países no pueden vivir toda la vida apretándose el cinturón, aunque de vez en cuando no quede más remedio que hacerlo. Las economías que han tenido éxito son aquellas que han dedicado tiempo y esfuerzo, de parte de todas sus fuerzas productivas, para promover aquellas actividades que compiten sin subsidios ni privilegios especiales. En Panamá tenemos el transporte internacional, el turismo y la agroindustria exportadora; ya quisiera otro país de la región poder decir que su futuro está en actividades tan dinámicas como la marítima o en el comercio mundial, en vez de la maquila o en la emigración de nacionales a países más avanzados.

¡No temamos a ser ricos como país! La pobreza hay que atacarla de manera directa para mitigarla, pero solo saldremos de ella si nos movemos hacia el primer mundo comercial. Para ello necesitamos entender qué pide el mundo: alta productividad, unos empresarios que aprendan a manejar el riesgo y, del lado del Estado, menos costos innecesarios para los trámites burocráticos, así como un sistema de transparencia en la cosa pública que incluya al Legislativo, al Ejecutivo y al Judicial. Ese es el eslabón ciudadano de la transparencia que mencionamos al principio: la corrupción nos cuesta plata a todos, especialmente a los más pobres. La eliminación de la corrupción no debe ser solo un tema del debate político, sino una condición indispensable para que los panameños podamos ser más productivos y menos dependientes de quien gobierna y de cómo decide gobernar.

*Marco A. Fernández es economista y socio de la firma consultora INDESA.

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