Solidaridad y dicha
Cuando Rubén salió para la comarca era un niño de 6 años, vivaracho y alegre, que siempre sonreía. Le esperábamos al terminar las vacaciones, pero no regresó. Después supimos que un cuadro de diarrea y vómitos segó su vida. El no merecía irse tan pronto.
Todos nos hemos planteado alguna vez el tema del mal en el mundo, en especial el sufrimiento de los inocentes y es posible que ninguna explicación haya calmado nuestra inquietud, ni siquiera la del libre albedrío del hombre. La cuestión adquiere mayor relevancia para el creyente, porque no puede encajar en su razón lógica un Dios Todopoderoso y bondadoso con un niño agonizando a causa de un cáncer, por ejemplo.
Es más fácil comprender los sufrimientos producidos por acciones u omisiones del hombre, aunque tampoco hay acuerdo acerca del grado de responsabilidad en ellos. Sin embargo, para la reflexión que intentamos, no importa tanto la causa o la identificación de responsables, sino el mismo hecho de que las víctimas existen y están a nuestro alrededor. Forman parte de nuestra realidad y no podemos eludirlas, a no ser que queramos vivir con los ojos vendados: según datos del I.N.D.H. Panamá 2002, un 40.5% de la población vive en pobreza y un 26.5% en pobreza extrema, agravándose en las áreas rurales e indígenas.
Pero, ante esta situación de desesperanza, han surgido en la sociedad corrientes de solidaridad que van tomando cada día más fuerza. Un ejemplo es el movimiento de voluntariado. Cada vez hay más personas que están dispuestas a dedicar su tiempo en actividades solidarias a favor de los demás de modo continuo, desinteresado y responsable. La misma inquietud empieza a tomar cuerpo en algunas empresas, que las lleva a incluir en sus agendas de trabajo, apoyos a la resolución de problemas sociales o comunitarios, desde una visión de responsabilidad social. Para el cristiano puede ser la traducción laica de los viejos, y siempre nuevos, llamados al amor al prójimo.
Pero: ¿Por qué surge un movimiento que aparentemente va en contra de los principios de competitividad e individualismo que patrocina nuestra cultura? La respuesta quizás pueda encontrarse en nuestro instinto de felicidad, descrito así por Albert Camus: “Cuando me ocurre buscar lo que hay en mí de fundamental, es el gusto por la dicha lo que encuentro”. Allí está el secreto: ayudar, realmente, nos hace felices.
Efectivamente, calmar ese instinto básico requiere dejar de lado posturas egoístas y salir al encuentro del otro. No podemos alcanzar la dicha de otra manera, a solas. Hay un placer en el acto de dar y aún mayor en el acto de darse que está en la base de cualquier manifestación del amor humano: maternal, de amistad, fraternal o erótico, y funciona también en los actos de solidaridad. Erich Fromm lo explica así en El Arte de Amar: “Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la vida que nace para ambas.”
Corresponde a cada persona, según su conciencia, decidir el aporte que puede hacer y a quién lo hará, primero a los más próximos, a la familia, a los amigos, pero incluyendo también a esos seres más desprotegidos que sufren, aunque no sepamos su nombre. Y es que, para el no creyente, la solidaridad puede ser una opción, pero para la persona que dice creer en Dios es la única alternativa. En mi experiencia, al iniciar este camino que he intentado seguir desde hace 40 años, yo suponía una vida de renuncias en aras de ayudar a los otros y aún así me pareció que merecía la pena. Con el pasar del tiempo, veo esas renuncias muy pequeñas comparadas con los momentos de plenitud vividos, y estoy convencido que ninguna otra forma de vida hubiera podido dar más sentido a cada uno de mis días.
Solidarizarse con los demás es la clave de la felicidad porque, les aseguro, a mayor solidaridad y entrega, será mayor la dicha. Es el ciento por uno prometido.