El Valle de Antón: paraíso heredado

Julieta de Diego de Fábrega |

22 marzo, 2006

El Valle es un lugar único, un pueblo cuyos residentes originales permanecen allí y se benefician de la creciente popularidad que, día a día, adquiere este maravilloso sitio. Un lugar donde los recuerdos de nuestra niñez afloran con el soplar de la brisa y la naturaleza invade nuestros sentidos hasta lo más profundo.

Por allá por 1860 Salvador Coronado llegó a El Valle desde Santa Marta, Colombia, buscando las bondades de las montañas para remediar sus afecciones pulmonares. Hoy en día, su refugio se ha convertido en uno de los más populares sitios de veraneo en el país. Tratando de buscar qué es exactamente lo que ha ocasionado este fenómeno, que no solo no se detiene, sino que cada día es más obvio, buscamos hurgar en la memoria de quienes tienen este pueblito muy cerca del corazón.

Salvador Coronado construyó allí su casa de quincha, como se acostumbraba en aquellos días, y se dedicó a la cría de ganado. Allí lo visitaban Belisario Porras y otras personalidades de la vida pública panameña. Para evitar que las familias que ya estaban establecidas allí quedaran desprovistas, separó 600 hectáreas de terreno para dividir entre 60 familias. El proyecto fue bautizado “La Compañía” y, hoy en día, el nombre persiste.

Ubicado en el cráter de un volcán inactivo a 600 metros sobre el nivel del mar y a escasas dos horas de la ciudad de Panamá, El Valle –como lo han apodado sus residentes, casi olvidando que no es el único valle que existe en Panamá- es una mezcla variopinta de modernas residencias veraniegas, hoteles para todos los gustos y presupuestos, un mercado que visitan nacionales y turistas por igual y una plétora de actividades para hacer al aire libre, todo conviviendo en armonía con sus residentes originales, quienes van a la escuela, a la iglesia y cada fin de semana se preparan para recibir las hordas de visitantes que llegan a disfrutar de su delicioso clima y a comprar flores, artesanías y productos agrícolas.

Quienes alguna vez veranearon en El Valle saben que una vez adquirido el gusto por este lugar, es difícil olvidarlo. Los cuentos son tan parecidos que es difícil separar a los protagonistas. Los niños desde pequeños van a subir los mismos cerros que otrora subieran sus padres o abuelos, empezando con el Pastoreo y terminando con el Gaital, que supone algo así como la graduación por la dificultad de su escalada.

Nos cuenta el Doctor José Ángel Noriega, biznieto de Salvador Coronado, que los cerros que hoy conocemos como Las Tres Marías originalmente se llamaban Los Tres Hermanos, pero no puede darnos cuenta de cuándo surge el cambio de nombre. Sin embargo, el cerro más famoso es definitivamente La India Dormida, que según cuenta la leyenda marca la silueta de la hija del cacique Urracá, quien luego de enamorarse de un conquistador abandonó su aldea para vagar por las montañas. Hay dos rutas para subir este cerro, la primera “por el pelo”, pasando por la piedra pintada y un par de chorros deliciosos donde puede uno detenerse a descansar, y la segunda “por el brazo”, que requiere un poquito más de resistencia por lo desabrido del terreno.

A finales de los sesenta y principios de los setenta la gallada de chiquillos viajaba de un lugar a otro a pie o en bicicleta, aún bajo el tenaz bajareque que generalmente humedece los días en El Valle. Y cuando algún invitado cuestionaba la salida debido a lo que le parecía lluvia, simplemente se le contestaba a coro “el bajareque no moja”. Eran los días en que el característico rugir de las motos aún no plagaba el ambiente. Las mañanas se usaban para jugar volley-ball, softball o cualquier otro deporte, y para disipar un poco el calor era obligatorio un chapuzón, fuera en el chorro de Las Mozas, el chorro del Macho o alguna represa con su soga, como la de Tarzán.

Las tardes no eran menos intensas. Podían empezar con el alquiler de caballos donde “El Cholo”, cuya sede era a un costado de la Pensión Niña Delia, sobre la calle principal, o un paseo en bicicleta. La parada obligatoria era en “los patos”, frente al chino, donde se juntaba gente de todas las edades a tirarles pan y maíz. Era conveniente la visita pues uno podía cruzar una y otra vez a comprar sodas, chicles de bolonchón y millo de colores.

Y ya desde esa época, en la que las actividades llenaban el día de alegría y sana diversión, El Valle –como todo pueblo interiorano- también ofrecía algo más: sus personajes y sitios folclóricos. El Príncipe caminó por décadas recitando sus poesías a las chicas, y las cantinas de toda la vida, El Bambú y El Imperial, aún dejan escuchar su música en las noches.

Pero no siempre fue tan fácil llegar a El Valle. El Doctor José Ángel Noriega nos cuenta que inicialmente el camino se hacía a caballo y que no fue hasta octubre de 1927 cuando su padre, José Ángel Noriega Coronado, inició la construcción de la carretera, la cual terminó en 5 meses a un costo total de $4,500. Las obras se hicieron con la ayuda de los residentes del área y muchas veces se trabajaba de noche para permitirle a los voluntarios cumplir con sus obligaciones durante el día.

Años más tarde, cuando la Pan-Pacific entró a pavimentar el camino abierto por Noriega, sus ingenieros se sorprendieron al confirmar que el constructor era educador de profesión y que el guía para el trazado de las “famosas” curvas había sido su caballo. Este sinuoso camino se ha encargado de marear a más de un visitante, pero tiene también mucho que ofrecer. En el kilómetro nueve se puede hacer una parada a comprar barquillos hechos en casa, que casi nunca llegan a su destino final, y más adelante nos vamos encontrando con los vendedores de jaulas y casitas de birulí, con los alfareros y con los fabricantes de muebles rústicos.

Su vocación de educar también condujo a Noriega Coronado a organizar la escuela de El Valle y, aunque no era un hombre muy devoto, comprendía la necesidad de tener una iglesia, por lo que donó el terreno y dirigió la construcción de la primera iglesia, que se encontraba en el mismo lugar que la actual, pero era mucho más pequeña.

En 1985, gracias a los esfuerzos de un grupo de profesionales que tenían casa en El Valle y quienes fueron motivados por el Padre Noto, párroco de la época, se rescató la fachada original de esta edificación, la cual data de 1938 y que fue cubierta durante la primera ampliación de la iglesia en los años cincuenta. Hoy en día, esta primera fachada es la pared del altar.

Luego de abierta la carretera, los capitalinos empezaron a descubrir “El Valle”. Surgieron, poco a poco, casas de veraneo, muy sencillas, algunas de las cuales aún podemos apreciar. Con este influjo de gente de afuera, en los predios de la iglesia se empezaron a congregar los fines de semana campesinos que llegaban a vender sus productos, en un principio naranjas, mandarinas, toronjas, flores silvestres y una que otra artesanía. Años más tarde, el Club de Leones construiría “el mercado”, el cual ha sido ampliado varias veces para acomodar el creciente número de vendedores y se ha convertido en una de las principales atracciones del pueblo.

En 1946, José Ángel Noriega Coronado construyó el primer acueducto y, en 1948, la Hidroeléctrica de El Valle, proyecto éste que logró mediante la emisión de acciones a un costo de $25 cada una. De su hechura es también el Centro de Salud, para atender a la enorme población que a diario llegaba a su casa para que su esposa los asistiera en temas de salud.

Vemos, pues, que para mediados del siglo XX ya El Valle se empezaba a constituir en un centro urbano que ofrecía ciertas comodidades, aunque fuese sólo para pasar fines de semana o los meses de vacaciones. Su riqueza natural, que incluye una variada flora y fauna, empezó a atraer no sólo nacionales, sino también a extranjeros que llegaban a ver las ranas doradas, los árboles cuadrados y la inmensa variedad de aves originarias del lugar. Incluso miembros de la comunidad científica han mostrado interés por la riqueza natural del área. Y El Níspero, que inició como un vivero, mantiene hoy en día una muestra interesante de animales silvestres.

Es obvio que para alojar a todos estos visitantes se necesitan hoteles y en El Valle los hay, desde mediados del siglo pasado. Entre los que han iniciado operaciones más recientemente está el Canopy Lodge, propiedad de Raúl Arias de Para, un vallero de toda la vida. Este refugio ecológico recibe grupos interesados en la observación de aves. Enclavado en las cercanías del chorro del Macho y rodeado por una exuberante naturaleza, este hotel cuenta con el servicio de guías experimentados, todos oriundos de El Valle.

En el otro extremo del pueblo, geográficamente hablando, está la Casa de Lourdes, considerado por los operadores de turismo como una joyita. La edificación recuerda la arquitectura de la Toscana, Italia, y en el restaurante Lourdes Fábrega de Ward, a quien recordamos por Golosinas, ofrece platillos deliciosos.

Por su cercanía a la capital, El Valle es un lugar que puede visitarse por un día, pero son pocos lo que se conforman con una visita. Siempre queda algo pendiente, sea una visita a los petroglifos para escuchar, de boca de los niños del lugar, qué significan los mapas tallados en la piedra, o una inmersión en los pozos termales para componer alguna dolencia, una costumbre nada nueva. A principios del siglo XX los primeros visitantes de los pozos termales generalmente llegaban a El Valle en hamacas, imposibilitados por la artritis u otra enfermedad para la cual se recomendaban baños en estas aguas calientes y cargadas de azufre, signo inequívoco de la existencia del volcán, y que corren también por manantiales subterráneos que hoy en día sirven de fuente para muchas piscinas.

Quizás a otros los tienta la idea de desayunar con una de las famosas michitas de pan, acompañada de un pedacito del queso blanco artesanal que confecciona Patria Coronado, una de las descendientes de Salvador, o pasar a las cinco de la tarde por donde Cano a comprar un enmielado de mantequilla o unas orejitas muy, pero muy tostaditas, recién salidos del horno. Quizás algunos prefieran sólo caminar o andar en bicicleta por los caminos en los que aún se pueden escuchar las risas de la niñez enredadas en la brisa fresca del verano.

El Valle tiene una mística especial, es un lugar en el que un poquito de imaginación es suficiente para crear una aventura inolvidable. Y no cabe duda de que si Samuel Clemens hubiera sido panameño, Tom Sawyer habría sido vallero.

Fotos:
Del Canopy Lodge: David Tipling, cortesía del Canopy Lodge
De La Casa de Lourdes: Cortesía de Lourdes de Ward
Otras: Alfredo Máiquez.

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