Frases lapidarias de la literatura universal

Berna Burrell |

24 junio, 2008

Inmersas en el recuento de los años, salen imperiosas a enriquecer nuestras vidas y nos sorprenden, una y otra vez, al encontrarlas en nuestro camino.  Son esas, las únicas, las memorables…

Pido disculpas a los sabios matemáticos, banqueros, contadores, ricos, avaros, y a aquellos que viven sacando cuentas, pero se olvidan de vivir… Pues comenzaré con una de mis frases favoritas: “A nosotros, que conocemos la vida, los números nos importan un comino”, El principito, A. de S. Exupéry. Un brindis por los que no amamos las matemáticas y otro, por la literatura. ¡Salud!

Lo breve no se opone a lo bello, ni a lo trascendente; al contrario, una sola frase de Kafka, Colón, o Pilatos, que en su momento cambiara vidas, no ha perdido un ápice de valor. Uno de los cuentos que más me gustan dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, El dinosaurio, Augusto Monterroso.

Este poema: “Por segunda vez no venimos a la tierra, príncipes chichimecas. ¡Gocemos! ¿Llevamos nuestras flores a la muerte? Solamente prestadas las tenemos” es un “icnocuicatl”, en náhuatl, la antigua lengua azteca, quiere decir “piedrecilla triste”. Fue creado hace siglos, cuando habitaban la tierra que sería América, hombres capaces de crear un imperio, pero también un poema tan bello y corto como un latido. Aquellos hombres, con otros que llegarían de lejos, compartían sin saberlo una historia de mitos y magia en ambas orillas del mismo mar. Mucho tiempo después, un jueves 11 de octubre, antes de desembarcar, un almirante soñador escribió en su diario: “Nos quedamos admirados, (…) parecían cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís. (…) era gente que se convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza…”. El 14 de octubre el Almirante volvió a escribir: “puédenlos todos llevar a Castilla o tenellos en la misma isla captivos, porque con cincuenta hombres los tendrán a todos sojuzgados y los harán hazer lo que quisieren”. Unas cuantas frases aniquilaron la magia y transformaron el mundo.

Oh, ¡frases lapidarias! Lo digno de grabar en piedra. ¿Qué sitio las guardará mejor que la literatura? Borges pronunció una de las más trascendentales: “Si algunos no pueden imaginar un mundo sin árboles y otros, un mundo sin agua, yo no puedo imaginar un mundo sin libros”.

Creo, sin embargo, que las mejores frases lapidarias las dicta el corazón. Nunca fue tan vital lo dicho, que cuando fue por amor. Prefiero las rotundamente románticas, quién no se estremece –sin importar su edad– al escuchar a Julieta quejarse al cielo cuando descubre el apellido de su apuesto Romeo: “¡Mi único amor, nacido de mi único odio! ¡Demasiado pronto le vi, sin conocerle, y demasiado tarde le he conocido”. Y las que encierran una traviesa intención, honestas y geniales: “Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer, no has amado…”, también de Shakespeare.

O aquellas vehementes y apasionadas: “Espero que ningún desamor sea tan largo. Pero mi breve paso por el cielo, ése sí que duró…”, Ninguna eternidad como la mía, Á. Mastreta. Pero las frases que resuman nostalgia, son las que más hondamente calan: “La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener”, García Márquez, sobre El amor en los tiempos del cólera. También las que nos sacan suspiros de empatía, pues derraman culpa y arrepentimiento: “¡Jamás debí haberla abandonado! Debí haber intuido su ternura detrás de sus ingenuas astucias”, El principito llorando por su rosa amada. S. Exupéry.

Hablando de príncipes, qué simples palabras aquellas las de nuestras noches de infancia, nos transportaban a sitios remotos, con ajenas vidas de princesas, magos y brujas, que luego se hicieron nuestras. Porque nuestra es la zapatilla de cristal; quisimos advertir de la manzana a Blanca Nieves; viajamos con Simbad… Todo, por una frase pétrea y viva; antigua y jamás gastada: “Había una vez, en un reino muy lejano…”.

Nada como la muerte para propiciar frases pedernales: Un panameño, Tristán Solarte, admite su inminencia y con irónica displicencia exclama: “Frente a la muerte, sólo morirse cabe”. Aproximación poética a la muerte. “Amé la lengua griega… (…) casi todo lo que los hombres han dicho de mejor, lo han dicho en griego. (…) he administrado el imperio en latín; mi epitafio será escrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tiber; pero he pensado y he vivido en griego”. Memorias de Adriano, M.Yourcenar. Y en eso de añorar lugares, Durrell nos conmueve para siempre, cuando en su homenaje a Alejandría, dice: “La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio”, y desencadena la más increíble y bien narrada secuencia de hechos inolvidables en una de las obras más bellas de la literatura, Justine.

Pero, ¿y las frases iniciales de obras eternas, esas que preparan para más y luego no nos defraudan? Que nos atraparon, instalándose en la memoria real, aún viviendo en la literatura… A veces salen por allí, a “vagamundear”, e inauguran una y otra vez los mundos que nos obsequian.

 

Cervantes no imaginó la contundencia de su frase genial: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Sustentaría con creces toda la literatura que la precede. Lo que con su “hijo del entendimiento” pretendió alcanzar, a pesar de la modestia: “Pero no he podido yo contravenir al orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante”, lo logra con creces. Lo contado en ese inicio es esplendente de pura sencillez: en una pequeña población rural, cuyo nombre no podía recordar, hacía poco vivía un señor que tenía su lanza arrinconada, olvidada en la percha; el escudo, pasado de moda, antiguo; un caballo de trabajo muy flaco y un perro que corría bien. Es que las más famosas palabras de la literatura universal se escribieron en piedra gracias a la obra genial que inician. Cervantes ha transpuesto todas las puertas esenciales, sobre todo la del tiempo, que sigue utilizando a su antojo.

 

He aquí inicios literarios inolvidables: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas”, Lolita, Nabokov.  ¿Es tan bueno el libro que casi se le perdona la latente pedofilia?Este otro: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, Pedro Páramo, Rulfo.  Genial, pues habla de muertos…  Y este, frío como un puñal: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne…”,  El túnel, Sabato.  Uno pletórico de pálpitos premonitorios: “La mañana del día en que lo iban a matar, Santiago Nassar…”, Crónica de una muerte anunciada, García Márquez.  Y este, sabio de amarguras: “Una vez que has entregado el alma, todo se sigue con absoluta certeza, aún en pleno caos”, Trópico de Capricornio, Miller.  Imposible olvidar uno de los más excepcionales.  No sólo inicia un clásico de la literatura universal, sino que inaugura rotundos cambios en toda ella: “Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso”, La metamorfosis, Kafka.  Y el inolvidable inicio de un icono hispanoamericano: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”, La vorágine, J. E. Rivera. Otro, sencillo pero decisivo: “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”, La guerra del fin del mundo, M. V. Llosa. Y este, un brindis por todas las mujeres que valen: “Soy Inés Suárez (…) De la fecha exacta de mi nacimiento no estoy segura, pero, según mi madre, nací después de la hambruna y la tremenda pestilencia que asoló a España cuando murió Felipe el Hermoso”, Inés del alma mía, I. Allende. Un inicio de misterio: “Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él”, La trilogía de Nueva York, P. Auster. No dejemos por fuera al personaje más querido de la caricatura, Mafalda, entre sus frases geniales recordamos: “Hay días en donde lo malo de uno, son los demás…”, la respalda el mejor de todos los tiempos, Quino.

Podríamos seguir infinitamente. Sé que me faltarán frases y obras que amo y he olvidado. Espero no comprobarlo demasiado pronto. Pero si con la más conocida y atemporal iniciamos la última parte de este escrito, con la más conocida de la contemporaneidad finalizaremos: “Mucho años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Porque, qué es la literatura sino el cúmulo de todo, del más maravilloso misterio de lo cotidiano. Fue precisamente un matemático, Alberto Einstein, quien dijo: “La experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”. ¡Brindemos por las matemáticas, por ese matemático y por ese misterio!

 

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