Los mejores psicólogos

Alicia Rego Otero |

13 julio, 2018

Los padres, por naturaleza, constituyen la mejor herramienta para prevenir y ayudar a sus hijos a afrontar las vicisitudes del camino. Es cuestión de estar allí para ellos y guiarlos adecuadamente.

Recuerdo que una mañana del mes pasado, saliendo del supermercado, sentí la necesidad de escribir esta columna. Minutos antes una conocida, luego de verme en un pasillo y saludarme cariñosamente, me preguntó si podía hacer una cita conmigo para llevarme a su nena de dos años y medio. Estaba muy preocupada porque llevaba tiempo comiendo muy mal. Le hice varias preguntas sobre la hija, la dinámica familiar y sus patrones alimenticios. Tras sus respuestas, le di un par de sugerencias sencillas para adoptar en casa. Aún es pequeña —le dije. Prueba a hacer estos cambios por ti misma y, si la inapetencia va a más, me llamas.

No había pasado una semana cuando me llamó. Pero no para decirme que el tema en cuestión había empeorado, sino lo contrario. Su hijita empezaba a mostrar una actitud distinta hacia la comida. Y los almuerzos que hacían juntas —que antes eran un calvario— se tornaron en momentos gozosos para ambas. Hoy voy a hacer unas galletas de coco y la voy a poner a ayudarme —me contó de lo más animada.

Y no era la primera vez que sentía este impulso.  Desde que empecé a ejercer como psicoterapeuta me convencí de que en el hogar se pueden resolver muchas situaciones problemáticas que afectan a los menores sin necesidad de buscar la ayuda de un especialista y —en este sentido— la importancia de los padres como gestores del bienestar de los miembros de la familia.

Mario, de once años, empezó a bajar las notas. Siempre había sido un buen alumno, prestaba atención y llevaba al día sus asignaciones. Los profesores reportaron que ahora se mostraba distraído, no terminaba de copiar las notas del tablero y le costaba permanecer sentado. En casa esto generaba tensión. Llegaron a mi consulta porque querían que evaluase a Mario para ver qué pasaba y descartar —entre otras cosas— un déficit de atención con hiperactividad.

Revisé con los padres los hábitos de su hijo. Este año le habían dejado manejar de forma totalmente independiente sus horarios y deberes. En sexto grado —me decían— un chico debe mostrar autonomía y responsabilidad. Sí y no —les dije—. Si bien, Mario contaba con la capacidad intelectual necesaria para estudiar solo, aún requería de cierta supervisión. Durante el día dedicaba más de una hora a un videojuego de moda y por la noche se estaba acostando muy tarde porque no veía el momento de apagar el celular. La libertad otorgada no había sido cónsona con su capacidad de autocontrol y regulación. Y no porque tuviera algún trastorno, era cuestión de madurez.

Nunca llegué a conocer a Mario. Gracias a ciertos cambios que sus papás hicieron (que incluían monitorearle las horas de estudio, el uso de la playstation y el celular, el descanso nocturno e incorporar actividades al aire libre y más vida familiar) no hizo falta. Con un camino aún por andar típico de un joven en proceso de formación, Mario ha mejorado sus calificaciones, se muestra más atento en clases y los regaños en casa han bajado sustancialmente. No hizo falta evaluación ni psicoterapia.

Sin restar importancia a casos que sí la ameritan, por ejemplo, en los que haya un sufrimiento del menor que se expresa en síntomas intensos o con demasiada permanencia en el tiempo, cuando las familias son funcionales y los progenitores son nutritivos —en términos emocionales—, los hogares pueden ser el centro psicoterapéutico por excelencia. Con algo de guía externa (que puede venir de un libro especializado, los consejos de un familiar, algún profesor o amigo de confianza que haya pasado por una situación similar) y una buena dosis de paciencia y cariño se puede ver la luz de un panorama que a primera vista parecía caótico.

Y en este ejercicio a veces toca revisarnos a nosotros mismos. Los chicos aprenden con el ejemplo y sus conductas no adaptativas podrían ser el espejo de las nuestras, con lo cual los cambios de ellos deben pasar por los propios. Sin necesidad de culpas tóxicas, conviene analizar si mamá o papá están repitiendo algún patrón de crianza negativo. Si es así, es importante intentar romperlo; un acto de conciencia responsable que puede conllevar renuncias nada fáciles, pero tampoco imposibles si la valentía y el empeño se dan la mano.

Como siempre les digo a los padres, el amor conlleva sacrificios, sí; pero es el mejor aliado y consejero que hace de ellos la mejor ayuda para su prole. No hay oro en el mundo ni gabinete psicológico que lo supere.

¿Cuándo buscar ayuda profesional?

Si los papás han hecho cambios y adoptado medidas y aún así la situación no mejora, sí conviene acudir a los expertos.  Problemas para conciliar el sueño, ansiedad generalizada, pesadillas, miedo intenso, excesiva agresividad o irritabilidad, conductas repetitivas y obsesivas, retraimiento, escuchar voces o síntomas de depresión son algunas de las señales a las que hay que prestar cuidado. El pediatra del niño y los consejeros o directores del colegio deberían ser los primeros en buscarse para obtener una referencia.

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