Mi visión de Japón… ayer y hoy

Ximena Eleta de Sierra |

23 marzo, 2008
Japón todavía tiene geishas, aunque su cantidad esté disminuyendo en parte por los largos años de entrenamiento requeridos para dominar este arte tradicional. Kimihiro es una joven aprendiz que se prepara para ser geisha.

Las tradiciones, la formalidad y las costumbres ancestrales del japonés han permanecido a través del tiempo, en admirable contraste con la nueva nación que hoy avanza incontenible.

Viví en Japón como estudiante universitaria hace exactamente 23 años, por espacio de ocho meses. Cuando me fui de la “tierra del sol naciente”, sabía que querría volver más adelante; pero también realizaba lo lejos y costoso que era.

Como optimista que soy, pensé que en unos diez años podría llegar por esos lados. ¡Me tomó 22! Y el viaje, que finalmente realicé en octubre de 2007, estuvo en serio peligro de aborto en más de una ocasión. Pero llegué, junto con mi esposo y una pareja de maravillosos amigos, y Japón no me defraudó. Mis primeros meses en Japón, antes de mudarme a Tokio con una universitaria japonesa e ingresar en la Universidad de Sophia, los pasé en el hogar de una familia compuesta por un panameño y una japonesa. Estos generosos anfitriones me hicieron sentir lo más a gusto posible. Entre los mimos de la abuela, las largas conversas con mi “mamá” japonesa, Emikosan, y los juegos de mesa con el niño, su casa en Yokohama se convirtió en mi refugio. De allí salía a explorar, durante cuatro meses, ese mundo extraño que me rodeaba: caminaba por las estrechas calles de nuestro barrio hasta mis clases de “ikebana” (técnica japonesa para arreglar flores); tomaba un bus y dos trenes atiborrados hasta mis clases de “sumi-e” (tipo de acuarela japonesa) y, de vez en cuando, me aventuraba hasta Tokio, a una hora en tren. Todas las tardes cruzaba a la casa del vecino, hermano de Emiko-san y profesor universitario de literatura japonesa, a tomar clases de japonés.

El Monte Fuji y el lago Kawaguchi brindan un extraordinario espectáculo para quienes visitan Japón, más aún en la época en que florecen los árboles de cerezos.

Fue en estas múltiples lecciones donde más aprendí sobre las idiosincrasias y las cualidades de los japoneses. En el caso del hermano de mi anfitriona, Takeshi-san, pasaba tardes intensas pero amenas, aprendiendo los “kanji” (caracteres pictográficos provenientes del chino) y el singular vocabulario japonés. Su dedicación y deseos desinteresados de ayudar a una desconocida me impresionaron. Hoy comprendo que la paciencia, la perseverancia y la disciplina de mi tutor personal representan un rasgo cultural característico de ese fascinante pueblo.

Mi profesora de ikebana, por otro lado, me enseñó mucho más que técnicas para hacer arreglos florales. Con ella aprendí lo que las palabras dedicación, respeto, honor y perfección significan para un japonés. Cuando arribaba al portal de su casa, me recibía –al igual que mi “abuelita” japonesa diariamente en nuestra casa, para mi total consternación– postrada, con la frente en el piso. Así permanecía hasta que yo, removiendo mis zapatos, apresurada, me postraba frente a ella. Pasado este ritual, nos parábamos y, después de varias venias desde la cintura, de parte y parte –donde yo me aseguraba de bajar a un ángulo mayor al suyo, para demostrar mi respeto y su posición de jerarquía con respecto a la mía– nos instalábamos en un saloncito con piso de “tatami” (especie de paja minuciosamente tejida y de muy alto costo). Aquí me encontraba con un arreglo con pocas flores y de líneas muy claras, recién elaborado por ella, el cual yo debía copiar con la mayor exactitud posible, para la comprensión de un nuevo concepto. Con las flores dispuestas frente a mí, embargada yo en esta tarea aparentemente sencilla, bajo sus ojos críticos y en la misma posición de cuclillas que ella, de sesenta y tantos años, asumía desde ese momento hasta el final.

Después de sólo unos minutos, concentrarme en el arreglo de flores, y no en el dolor en mis extremidades inferiores, resultaba un enorme esfuerzo. Cuando yo pensaba que había logrado mi cometido, invariablemente a mi profesora le parecía que mi primer “proyecto de arreglo” no merecía ser expuesto en casa de mi honorable familia japonesa. Por consiguiente, procedía a sacar, una a una, todas las flores de la base y solicitarme de manera formal, pero sin disculpas, que volviera a hacer el arreglo. Ya hasta con las caderas
dormidas, comenzaba otra vez la difícil tarea. Esta operación se repetía hasta que mi profesora lo estimara conveniente. Entonces yo, con dificultades inmensas para caminar y las manos tiesas del frío pero con inmenso orgullo, cargaba el “acreditado” arreglo hasta la casa, donde la abuela lo halagaba efusivamente y después colocaba en el sitial de honor de su salón, debajo de un valioso pergamino con caligrafía hecha en sumi-e.

Mi profesor de este tipo de pintura era parecido a mi profesora de ikebana en su seriedad, formalidad, exigencia y hasta metodología. Como con las flores, el objetivo de cada clase de sumi-e era introducir un nuevo concepto o aspecto técnico por medio de la imitación. Con una facilidad y fluidez aterradora, mi profesor octogenario dibujaba el diseño del día con su pincel y, durante dos horas, sus contados estudiantes teníamos que copiarlo en nuestras también contadas hojas de papel hecho a mano. Al final de cada lección, nuestro profesor debía poder escoger por lo menos un dibujo que ameritara ser introducido en nuestras carpetas y mostrado a terceros. Si no había ninguno que mereciera tal honor, todos los intentos del día permanecían en el taller. Aún conservo esa carpeta con los dibujos que pasaron el escrutinio de mi distinguido profesor.

Veintitrés años atrás Ximena de Sierra vivió en Yokohama y logró disfrutar al máximo de la cultura y tradiciones japonesas. Con ocasión de un festival típico, lució un kimono junto a las hijas de su profesor de japonés.

 

Tokio es, hoy día, una ciudad sumamente cosmopolita. Sin embargo, el estilo de vida confinado en el que la mayoría de los japoneses vive, no ha variado.

Luego de unos meses me mudé con una japonesa, Takako, que era estudiante de arquitectura, a su pequeño apartamento en Tokio. En esos cuatro meses aprendí otro tanto sobre la naturaleza del japonés y las condiciones de vida de una familia de clase media promedio en la urbe. En nuestro edificio, en apartamentos de dos habitaciones con los mismos 100 m2 del nuestro –donde no existía ni una cama ni una silla y donde todas las áreas eran multiuso– vivían familias enteras. A pesar de lo confinada que me sentía, rápidamente realicé lo afortunada que era de poder convivir con una muchacha tan amable, dispuesta a compartir su poco espacio y tiempo libre con una desconocida “gaijin” (persona foránea o extranjera). Esto en un tiempo donde yo a veces pasaba varios días sin ver a otro extranjero en la calle. Desde la compra diaria de pescado para la comida, hasta expresiones en japonés “callejero” que aprendí con su novio y sus amigos, y la manera de vestirse (conservadora y casi infantil, en el caso de la mayoría de las muchachas), Takako me expuso a otros aspectos de Japón que no había experimentado en Yokohama.

En mi último viaje descubrí un Japón que en algunos aspectos está muy cambiado y, en otros, casi igual al que dejé. El “boom” económico de finales de los 80 y principios de los 90, al igual que la relativa apertura a inversión extranjera que se dio en esos años, es palpable en la gran cantidad de edificios con arquitectura de vanguardia que se ven en Tokio y la presencia de más multinacionales y cadenas hoteleras y comerciales. Por otro lado, se nota la falta de suficientes clientes para llenar la gran cantidad de comercios que abrieron en esa época, producto de la severa recesión económica que sufrió Japón a raíz de los escándalos de corrupción en instituciones financieras y gubernamentales a finales de los 90, y de la cual aún se está recuperando lentamente. Algunas señales de ese paulatino recobro son los nuevos desarrollos de bienes raíces en algunas áreas de Tokio como Roppongi Hills. Otra novedad completamente inesperada para mí fue ver a hombres y mujeres por igual, vestidos a tono con las últimas tendencias de la moda europea, después de haber vivido en un Japón donde la moda parecía haberse estancado en los años 50.

El Rainbow Bridge y los rascacielos de Tokio muestran lo preciosa y contemporánea que puede resultar la vista panorámica de esta inigualable ciudad.

Para “vivir” Japón y saborear su
idiosincrasia, no deje de:

·  Ir a un juego de béisbol en el estadio de Jingu, en Tokio.

·  Quedarse en un hotelito tradicional (“ryokan”) y observar la ceremonia del té, ejecutada por geishas profesionales.

·  Ver los cerezos en flor (si va en abril).

·  Tomar el teleférico, que baja desde el Monte Fuji hasta uno de sus lagos, y pasear por el lago en una de las enormes barcazas con forma de dragón.

·  Comer en un restaurante típico japonés, sentado en el suelo mientras escucha música tradicional japonesa.

 

Por otro lado, en tantos otros aspectos, Japón y sus habitantes siguen siendo los mismos de hace veintitantos años. El japonés promedio sigue siendo tan limpio, educado, respetuoso y complaciente como era antes. Su concepto de atención al cliente, huésped o turista, sigue siendo excepcional. Nuestro hotel, por ejemplo, tenía el mejor servicio que he experimentado hasta el día de hoy. El sincero aprecio del japonés promedio a cualquier intento por un extranjero de hablar su idioma continúa tal cual lo recordaba. Igualmente, sus costumbres y tradiciones aún se palpan en las calles, y su sentido de la estética sigue siendo refinado. Además, una visita, al alba, al famoso mercado de pescado y mariscos en Tokio fue suficiente para confirmar que el mundo seguirá teniendo que limitar la pesca por
parte de japoneses, ya que su apetito por el pescado no va a disminuir en el futuro cercano.

Por último, aunque se ven algunos extranjeros más que hace veinte años en las calles, todavía son muy pocos cuando se compara a Japón con cualquier otro país industrializado. A pesar de su fascinación con lo occidental, los japoneses siguen prefiriendo cierto grado de aislamiento y es precisamente este sentimiento nacional el que ha ayudado a preservar su cultura milenaria. Más aún, en gran parte, allí precisamente radica su encanto.

Ximena Eleta de Sierra es asesora educacional.

Fotos:
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