Cuando el talento vale

Alicia Rego Otero |

24 diciembre, 2008

Quien persevera, alcanza, más si esta tenacidad va encaminada a desarrollar un don especial. Para muestra, las inspiradoras historias de dos jóvenes panameños.

Se llama Jahaziel Arrocha y tiene diecinueve años de edad. Diecinueve años sin desperdicio, sobre todo musicalmente hablando. Quienes lo han escuchado tocar el saxofón dicen que es toda una promesa; él prefiere no soñar a largo plazo, aunque las melodías que logra parecen salidas del cielo.

Porque aunque está becado por una prestigiosísima universidad, Berklee College of Music –en la que ha cursado ya dos semestres con notas más que excelentes– y tiene el beneplácito de los más grandes maestros panameños, en especial de Danilo Pérez, su mentor, su lema es simple: prepararse, prepararse y seguir preparándose.

Admito que cuando me propusieron contar su historia no estaba demasiado entusiasmada. “Otro relato más del mismo corte”, –pensé–. “Chico humilde pero talentoso, se le ofrece ayuda, la aprovecha…”. ¡Qué poco atinada estaba yo! Fue conocerle y percatarme de que, a pesar de su juventud, en su biografía ya se pueden escribir renglones apasionantes. Su cara y su mirada profunda y limpia, como sólo un chico sano de espíritu puede tener, lo decían todo.

“¿Cómo empezaste?”, pregunté. Sonrió, quizás esperando esa frase tan obligada. “Fue mientras estudiaba el primer ciclo en mi colegio. Me metí en la banda porque me llamaba la atención ese mundo y quería alejarme de los malos pasos en los que estaban algunos compañeros. Además, algo en mí me decía que esto era lo mío. Allí aprendí a tocar el saxofón y más nunca me pude separar de él. A los quince años ingresé en el Bachillerato de Artes Diversificadas del INAC, donde empecé más en serio”.

Si bien su encuentro con este instrumento fue un flechazo inmediato, buscar en éste un futuro profesional no sería sencillo. Ha tenido que estudiar mucho para llegar donde está. Más que afortunado, se siente agradecido hacia quienes lo han ayudado a prepararse: Vitín Paz, Carlos Garnett o el maestro Ubarte. Con ellos se adentró cada vez más en el mundo de la música, arte que ama con tanta pasión que contagia.

Luego de los pininos vendría el gran salto. Fue durante una de las ediciones de Panama Jazz Festival en la que audicionó para universidades estadounidenses. Más de una boca dejó abierta, tanto que fue seleccionado, entre miles de aspirantes, para irse a un Summer Camp. Estando allí, aplicó a Berklee y obtuvo una beca presidencial. Lo que vino a continuación fue una locura: una preparación intensa para irse a los Estados Unidos, que incluía toda una red de apoyo, desde el psicológico (nunca había salido del país), el físico (una revisión médica completa) hasta el financiero. La Fundación Danilo Pérez (creada por este gran intérprete y compositor para impulsar talentos similares) sería la responsable. Vivir en un lugar con clima, gastronomía, idioma y costumbres tan distintos suponía unos escollos que dicha institución quería paliar.

No defraudó. Con creces ha demostrado su agradecimiento a los que en él han confiado, considerándolo una promesa en el panorama musical y un ejemplo digno de emular. De hecho, sus profesores norteamericanos no reparan en halagos hacia su persona. Lo describen como un chico con un don natural, que aprende rápido, de excelente oído y que transmite mucho. “Es como si entregara el alma una vez sus dedos acarician las cuerdas del saxofón, como si viviese sólo para tocarlo”. Él, en cambio, dice que toca para vivir, que si no lo hiciese sería como si el aire le faltara. Ensayar desde que se levanta temprano a la mañana y dormir sólo dos horas durante un par de días a la semana es un ejemplo de las ganas que le pone.

Y por esta línea quiere seguir. Ser un saxofonista de profesión, mejorar las condiciones económicas de su familia, aportar algo de su arte a la cultura del país y seguir aprendiendo son sus objetivos. Me despedí de él deseándole un buen viaje. Al día siguiente regresaría a sus estudios y a sus largas horas perfeccionando su ejecución. Le dije lo típico: que se acordara de mí cuando fuera famoso, y se río, como si lo último que le importara fuese la fama. “Este chico, como los grandes músicos, está hecho de una madera especial”, pensé, mientras se alejaba.

Algo parecido me sucedió con Juan Fernando Núñez, un joven al que –con 28 años– el calificativo de exitoso le viene como anillo al dedo. Para él, este arte de combinar los sonidos supone, también, algo importantísimo, nada extraño viniendo de una familia de muchos músicos que le transmitieron esa pasión desde niño, cuando empezó a tomar clases de guitarra. Llegando a los quince, descubrió la colección de discos de Andrés Segovia de su papá y no hubo marcha atrás. Esto, sumado a la suerte de contar con una excelente profesora, Teresa Toro, le dio alas para adentrarse en este instrumento.

Para quienes se pregunten por qué esto y no rock o música popular, él mismo explica: “Desde pequeño siempre me gustó la música clásica y la guitarra me ha permitido combinar este interés con mi fascinación por las tradiciones musicales tan ricas de nuestros países. Mi profesor acá en Nueva York –donde reside actualmente– me habló sobre la clase maestra anual que dicta Benjamin Verdery, un guitarrista y pedagogo muy reconocido. Siempre aceptan dos o tres aficionados a este retiro de una semana. Decidí audicionar y quedé entre los veinte guitarristas seleccionados. Tuve que prepararme y practicar muchísimo por varios meses. Fue una semana muy intensa: aparte de las piezas individuales, también preparamos cuatro para orquesta de guitarras y tocamos dos conciertos abiertos al público”.

Pero aquí no queda todo. La vida de Juan Fernando gira en otra esfera aún más importante y fascinante: la de la Organización de las Naciones Unidas, un lugar de trabajo al que muchos aspiran, pero pocos son convocados. ¿Solo suerte o buenos contactos? Ninguno. Una vez más el talento bien aprovechado sería la explicación de cómo hace dos años llegó a ser Oficial de la Secretaría de la ONU.

Y es que su talento ha ido de la mano de un magnífico currículo: una licenciatura de Ciencias Políticas y Estudios Latinoamericanos de la prestigiosa Universidad de Yale; una maestría en Gestión del Desarrollo de la London School of Economics. Y, como si fuera poco, una experiencia de trabajo en la oficina regional de UNICEF para América Latina y el Caribe, y otra –por unos meses– en el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), en un proyecto en la Comarca Ngöbe-Buglé. El salto a la Secretaría de la ONU vendría a continuación.

“¿Cómo llegaste hasta ahí?” –le pregunté, sabiendo que esto requería un proceso sumamente riguroso amparado en una prueba muy selectiva–. “Es algo complicado” –me contó–. “Fui reclutado a través de un examen (National Competitive Recruitment Examination) que está diseñado para asegurar que haya representación de todos los estados miembros en el equipo de trabajo de la Secretaría. Lo hacen anualmente en decenas de países que no tienen una representación adecuada y en varias disciplinas. Yo lo tomé en Asuntos Sociales, lo cual incluye reducción de pobreza, educación, salud, seguridad social y alimentación, entre otros temas”. Un esfuerzo que valió la pena y que ya había visto la luz desde que estaba en secundaria. “Recuerdo muy claramente cuando estudiamos la estructura de las Naciones Unidas en mi cuarto año” –continuaba–. “El profesor nos explicaba cómo la Secretaría estaba conformada por un equipo de funcionarios internacionales, profesionales que trabajaban a lo largo y ancho del mundo en pro de los derechos humanos, del desarrollo y de la paz. En ese momento pensé que eso era lo que quería hacer y, desde entonces, tuve el objetivo de trabajar en la ONU, lo que he podido lograr con mucho esfuerzo y algo de paciencia. Siempre quise tener un trabajo que involucrara ayudar a los demás”.

Lo quiso y lo consiguió. Algo que debe –según él– al apoyo incondicional de sus padres. Mucho los echa de menos a ellos y a sus hermanos, a pesar de su intensa rutina neoyorkina. Con una vida tan ocupada como enriquecedora en su pequeño apartamento en el East Village transcurren sus días. A pesar de que su agenda está cargada al máximo, intenta aprovechar la oferta cultural de su entorno y seguir cultivándose. La lectura, su novia y amigos son sus compañeros de viaje. También el café –mejor si es chiricano– que le ayuda a empezar el día con un buen sabor de boca.

Con uno me quedo yo también, al escribir sobre estos dos hombres. Sus historias, aunque disímiles a simple vista, se entrecruzan en varios puntos. Y es que en ambas se combinan las aptitudes naturales, la sencillez, el ansia de dar algo de forma altruista, el arte, la nobleza y el tesón, mucho tesón. Mezcla que me supone una bocanada de aire fresco y puro. Tan fresco que deja atrás el panorama sombrío de las noticias diarias. Tan puro que me lleva a pensar que, realmente, el hombre es bueno por naturaleza.

Fotos:
Jahaziel Arrocha: Tete Olivella
Juan Fernando Núñez: Paula Kupfer

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