Mario Vargas Llosa, padre

Gonzalo Vargas Llosa |

18 junio, 2004

Una familia itinerante
El primer recuerdo más o menos nítido que tengo de mi padre, y que ha sobrevivido al paso del tiempo y a esta esclerosis prematura que me come la memoria desde hace algún tiempo, es la de una gran aventura: el viaje en barco –una travesía larguísima, como de un mes– que hizo toda la familia –mi padre, mi madre, Patricia, y mis hermanos Alvaro y Morgana (esta última, recién nacida)– desde Barcelona, en España, hasta el puerto del Callao, en Perú. Yo debía de tener unos ocho años y habíamos pasado los últimos seis en la capital catalana, que en esa época era el centro del llamado boom literario latinoamericano, aunque pasando largas temporadas afuera.

Mis padres habían, finalmente, decidido regresar al Perú por un tiempo (que al fin de cuentas terminó siendo bastante breve, ya que menos de un año después de haber retornado a Lima, ya estábamos nuevamente haciendo las maletas rumbo a un nuevo destino). Me acuerdo muy bien que ese viaje en barco lleno de peripecias –al arribar al puerto colombiano de Buenaventura, la embarcación fue asaltada por delincuentes que se llevaron dinero y joyas– generó en mí sentimientos muy encontrados. Por un lado, me hacía mucha ilusión ir al encuentro de ese nuevo mundo, el Perú, donde yo había nacido, pero del cual no guardaba ningún recuerdo, y de una tribu familiar que no conocía. Era pues, literalmente, un viaje de descubrimiento. Pero, al mismo tiempo, me aterraba haber dejado atrás Barcelona, mis compañeros en el Liceo Francés, mi barrio de Sarriá y, por supuesto, mi primer amor secreto y no correspondido, Blanca Sánchez (a quien creo que nunca le llegué a dirigir la palabra).

Ahora que lo pienso, es perfectamente lógico que mis primeros recuerdos sean de ese viaje, porque esas imágenes simbolizan muy bien lo que fue mi infancia dentro de la familia Vargas Llosa, lo que ha sido mi vida adulta después de haberme emancipado, y, en cierta forma, la esencia de lo que soy. Mi padre siempre fue y sigue siendo un trotamundos incansable e insaciable, cambiando constantemente de residencia, con el avión (ahora que ya casi nadie puede darse el lujo de viajar en barco) haciendo las veces de hogar. De niño, debo de haber cambiado de casas, de colegio y de amigos por lo menos una docena de veces, tanto que, cuando cumplí once años, mis padres decidieron que esa vida de locos errantes no era saludable para mi hermano, Alvaro, ni para mí y nos mandaron al internado en Cambridge, Inglaterra, donde podríamos, por lo menos, tener cierta estabilidad (que resultó ser más física que emocional o psíquica), mientras que ellos y mi hermana Morgana, de cuatro años, seguían recorriendo el mundo.

Pero el virus del eterno movimiento y de la búsqueda frenética de nuevas experiencias se debe de haber enquistado dentro de mí porque no me libré de él ni siquiera en mi vida adulta: desde que terminé la universidad en Londres a los 24 años, he vivido en Afganistán, Pakistán, Croacia, Bosnia Herzegovina, Suiza y, ahora, en Panamá. El resultado es que, literalmente, ya no tengo raíces (en todo caso, no en el sentido tradicional de la palabra). No me siento peruano y menos español, a pesar de tener ambas nacionalidades, y creo que el peor castigo que me podrían infligir es obligarme a vivir en el mismo lugar más de tres o cuatro años. Soy eso: un paria. No lo digo con orgullo, sino como una simple realidad. A menudo me digo a mí mismo que debe de ser el síndrome del barco. Y (lo peor de todo) parece que la siguiente generación Vargas Llosa está destinada a la misma suerte (o desgracia): con un padre itinerante, a su escasos nueve y siete años, mis hijas Josefina y Ariadna, que viven con su madre en Ginebra, se pasan sus vacaciones cruzando el mundo en avión solas para encontrarse conmigo en mi residencia de turno.

Un padre (y una madre) a distancia
El segundo recuerdo importante que tengo de mi padre (y de mi madre) es cuando yo tenía once años y un buen día nos depositaron a Alvaro y a mí en el internado en Cambridge, donde pasamos los próximos siete años. Sin duda no lo olvidaré nunca: era el día de mi cumpleaños, el 11 de septiembre de 1978 y –hasta ahora– el más traumático de mi vida. Yo no hablaba ni una palabra de inglés y, de un día para el otro, me encontré en medio de extraños (es decir, de ingleses) que hablaban una lengua incomprensible y que al puñado de extranjeros que teníamos la mala suerte de estar allí nos trataban ni más ni menos como si fuésemos una sarta de salvajes (a quienes por supuesto había que domesticar, en este caso a punta de golpes, insultos y humillaciones).

Los primeros años, la pasé terriblemente mal en el internado. Lo peor no era el régimen sádico que nos aplicaban los niños ingleses (habría que hacer un estudio sobre los niveles de racismo en estas instituciones británicas), ni la férrea disciplina escolar de la que los profesores estaban muy orgullosos (el colegio era básicamente una cárcel de donde nos dejaban salir apenas por un par de horas los domingos después de misa. Además, nos permitían ducharnos solamente tres veces a la semana y el agua caliente estaba racionada), sino la sensación de haber sido abandonado por mis padres (desde niño me gustó el papel de víctima), a quienes veía únicamente en las vacaciones. Muchas –incontables– noches, en la soledad espantosa del internado, los odié –y, sobre todo, a mi padre, a quien yo consideraba el principal responsable de mi desdicha.

Con el paso del tiempo, sin embargo, mi estancia en el internado se hizo menos penosa tanto así que, aunque parezca imposible, llegué a acostumbrarme a los ingleses, a sus excentricidades, a su disciplina y hasta a su frialdad (que según algunas personas se me ha pegado). Pero, más importante aún, con los años me fui gradualmente reconciliando con la decisión de mis padres de mandarme al internado, a tal punto que ahora creo que fue la mejor decisión que pudieron haber tomado en su momento.

Esto que voy a decir sin duda puede sonar paradójico pero estoy convencido que es verdad: para Mario Vargas Llosa, la mejor manera de ser un buen padre era ser un padre a distancia. Lejos de él, de esa sombra que con su fama, su éxito y su carácter fuerte pudo literalmente haberme aplastado, afortunadamente logré, mal que mal, crecer libremente, desarrollar mi propia personalidad (no que ésta sea nada especial ni mucho menos, pero por lo menos es mía), y hacerme valer por mí mismo (es evidente que apellidarse Vargas Llosa en un internado o en una universidad inglesa no significa nada en absoluto y, definitivamente, nunca me trajo ningún beneficio); es decir, ser “Gonzalo” y no solamente “el hijo de”. Es por eso seguramente que me libré -¡en todo caso, hasta ahora!– de esa horrible suerte reservada a muchos hijos de ricos y famosos que son seres acomplejados, castrados, e infelices.

Una paternidad difícil
Pero, aunque durante una buena parte de mi infancia y de mi adolescencia mi padre fue un padre a distancia, en los momentos importantes siempre supo (o mejor dicho, intentó) guiarme –aunque debo admitir que la mayoría de las veces, desafortunadamente, no le hice caso… Creo que para él jugar el rol de padre no debe de haber sido nada fácil por la muy difícil relación que mantuvo con su propio padre (Ernesto), un hombre dictatorial, frío e insensible. El rechazo profundo de mi padre al autoritarismo, tanto como régimen político así como en casa (como el que sufrió él), lo ha llevado a tratar de ser lo más liberal posible con Alvaro y conmigo (y ni hablar de mi hermana Morgana, la última de nosotros tres, que llegó al mundo cuando mi madre y mi padre ya estaban cansados y que, por lo tanto, tuvo la suerte de hacer siempre lo que quiso en casa, y esto lo digo con cierta envidia), pero al mismo tiempo haciéndonos sentir que contamos con él siempre que lo necesitamos. Y mantener ese equilibrio no es siempre fácil (yo lo intento con mis propias hijas, pero debo admitir que he fracasado, ya que ellas han confundido la libertad que les trato de dar con el libertinaje).

En todo caso, mirando al pasado, y con la relativa objetividad que le da a uno la distancia de los hechos, pienso que durante la infancia de mi hermano, Alvaro, y mía, mi padre la debe de haber pasado mucho peor que nosotros dos: en mi caso, a los quince años me convertí a la religión rastafari, me dejé de cortar el pelo durante más de un año y, a consecuencia de éstas y otras rebeldías aún más graves (que dejo a la imaginación de los lectores), fui muy amablemente (y a la manera más inglesa) “invitado a dejar el internado” por las autoridades del colegio (terminé mis estudios en otro internado en la misma ciudad de Cambridge) –un verdadero shock para mi pobre padre.

En cuanto a mi hermano Alvaro, a sus escasos 18 años, un buen día, sin avisarle a nadie más que a mí, se fugó de la Universidad de Princeton después de apenas seis meses de haber ingresado a esa prestigiosa institución, se tomó un avión a Lima, se fue a vivir en un barrio de mala reputación allí y a trabajar como periodista en un pasquín, tirando (en todo caso así lo juzgamos todos en la familia en ese momento) su prometedor futuro a la basura. Es decir, un par de rebeldes precoces sin causa (lo digo en el mal sentido de la palabra), y difíciles de domar (sobre todo para un padre a quien de por sí no le gusta el látigo, como el mío). Por eso, cuando me hacen a menudo la pregunta: “¿Debe de haber sido difícil crecer como hijo de Mario Vargas Llosa, no?”, siempre respondo: “Sin duda, pero debe de ser peor aún ser padre de Alvaro y Gonzalo”.

*Gonzalo Vargas Llosa es Representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en Panamá, desde el 1ero de octubre de 2003.

Créditos fotográficos:
Fotos cortesía de Mario Vargas Llosa
Foto de Mario Vargas Llosa: Daniel Gianonni
Foto de Mario y Patricia: B. Pestana, Lima

Quizás te puede interesar