Las vivencias extremas de un científico

Vanesa Restrepo de Rinkel |

1 marzo, 2017

Creo que nadie alcanza a imaginar las experiencias alucinantes, llenas de adversidades y sacrificios a las que se abocan algunos científicos en aras de su profunda vocación investigativa.

La mayoría de los mortales tenemos vidas bastante comunes y corrientes, con uno que otro sobresalto. También poseemos trabajos que, aunque diferentes, usualmente se mantienen dentro de un patrón regular en cuanto a horarios y condiciones laborales. Sin embargo, quienes dedican su día a día al estudio de las ciencias nos cuentan otra historia.

Temperaturas extremas, tormentas, naufragios y hasta ataques de depredadores son algunas de las tantas situaciones peligrosas que forman parte de su repertorio de memorias. Para comprender lo que la pasión por una profesión puede llegar a significar en término de retos y responsabilidades diarias, conversamos con algunos científicos que enfrentan los riesgos de su profesión como una vivencia emocionante. Aquí les compartimos algunas de ellas.

Entre la furia de los osos y el frío del hielo…

Así pasa gran parte de sus días la Dra. Rebecca Bentzen, coordinadora de investigación de la sección aviar del Arctic Beringia, del Wildlife Conservation Society (Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre), quien desde 2002 comenzó a estudiar todo acerca del eider real, una especie de pato natural del norte de Alaska.

Es precisamente en Barrow, la ciudad más nórdica de Estados Unidos y de todo el continente americano, además del ártico canadiense y de Escandinavia, en donde se realizan los conteos de estas aves desde 1950, y en donde la Dra. Bentzen ha pasado más de un susto.

Y es que, pese a considerarse una persona que disfruta trabajar al aire libre y en lugares remotos, ni para ella ni para sus colegas debe ser fácil mantener la concentración que requiere este tipo de investigación en un lugar con temperaturas vistas solo en un congelador y con el constante acecho de osos polares, lo que constituye un riesgo permanente: en más de una ocasión les ha tocado evacuar intempestivamente el campamento por el ataque de temibles osos, los cuales han dañado su morada y las máquinas de nieve.

Sobre su rutina cotidiana en este lugar remoto, Bentzen explica que “el conteo se realiza diariamente por seis semanas, dependiendo de las condiciones climáticas y del hielo marino”. Y añade: “Son dos equipos: uno toma el turno de la mañana, de 5:00 a.m. a 1:00 p.m.; y el otro, el turno de la tarde, de 5:00 p.m. a 1:00 a.m. Cuentan por dos horas y toman una hora de descanso para luego contar por dos horas más”.

Cabe señalar que estos equipos están principalmente conformados por biólogos, técnicos y voluntarios que cuentan con al menos dos observadores entrenados y un guardián de osos, con equipo para alejarlos todo el tiempo.

Tormenta inclemente

Aaron O’Dea, paleontólogo británico del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, comparte la misma pasión que Bentzen por el medioambiente, exponiéndose también a situaciones extremas, pero en latitudes diferentes y con un clima completamente disímil.

Lleva 14 años viviendo en Panamá y los mismos trabajando para el instituto. Su pasión por los arrecifes de coral lo ha llevado a estudiar fósiles extensivamente, sobre todo en el Caribe en donde ha realizado amplias expediciones en islas como República Dominicana y Curazao. “Buscamos registros fósiles para saber cómo eran los arrecifes de coral antes del impacto del hombre y antes de que existiera el istmo, para así poder reconstruirlos a lo que eran y responder a preguntas sobre evolución y cambio ecológico”, explica O’Dea.

El día a día de O´Dea es mitad marino, mitad terrestre. Como parte de su rutina investigativa, realiza inmersiones hasta tres veces al día recolectando fósiles de todo tipo como almejas, tiburones y plantas. En su faena, hasta llegó a encontrar un delfín de río de seis millones de años, un hito para la ciencia.

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La pasión del Dr. Aaron O’Dea por la búsqueda de fósiles lo ha llevado a enfrentar situaciones peligrosas e inesperadas. Sin embargo, confiesa que ama lo que hace y que su mayor desafío es mantener a su equipo sano y salvo en todo momento.

¿Cómo se prepara para este trabajo alejado de un escritorio? Según O’Dea, es importante llevar sales para evitar la deshidratación producida por tantas horas de sol y mar, así como tener la cantidad de comida correcta; pero, sobre todo, contar con una determinación psicológica y emocional para no desfallecer en la interminable búsqueda.

Pese a planear todas sus exploraciones al detalle, compartió una anécdota que le ocurrió hace unos años en Guna Yala, durante una expedición de un mes: “Teníamos un bote que usábamos como estación con el que nos movíamos de un lugar a otro, pero usábamos un zódiac o botecito inflable para ir a las islas y ríos. Estábamos navegando por un río y, de repente, se soltó una fuerte tormenta al mismo tiempo que se empezaba a desinflar el zódiac. No podíamos ver absolutamente nada. Ni siquiera podía leer el GPS y el agua comenzó a meterse en el zódiac. Traté de comunicarme con la estación, pero todo fue en vano”, cuenta. Luego de una hora cesó la tormenta y ya prácticamente naufragados pudieron comunicarse. “Fue aterrador”, asegura este científico que, pese a no tener un trabajo común y corriente, no cambiaría su rutina diaria por nada.

Lágrimas de cocodrilo

Otro difícil y peligroso trabajo de campo es el que realiza Miryam Venegas, médica veterinaria con máster en Ecología y Conservación, con más de 30 años en la profesión y 15 estudiando cocodrilos.

Sus estudios se centran en los determinantes ecológicos y evolutivos que dieron origen a la diversidad en los cocodrilos del Nuevo Mundo. También, desarrolla indicadores para evaluar el estado de la biodiversidad usando predadores grandes y diseña planes de conservación con estudios que incluyen medir el tamaño que tiene el área que usa un cocodrilo de acuerdo a su edad, tamaño y sexo, así como ver qué comen, cuánto y en dónde.

La labor de la Dra. Myriam Venegas es de un peligro extremo. Es increíble que tan solo un cocodrilo le haya caído encima teniendo en cuenta que trabaja diariamente con ellos en hábitats naturales y sin ningún tipo de protección.

La labor de la Dra. Myriam Venegas es de un peligro extremo. Es increíble que tan solo un cocodrilo le haya caído encima teniendo en cuenta que trabaja diariamente con ellos en hábitats naturales y sin ningún tipo de protección.

Decir que la labor de Venegas es como una escena de la cinta Cocodrilo Dundee, es poco. Mientras que cualquier ser humano con dos dedos de frente saldría horrorizado con tan solo ver la sombra de un cocodrilo, Miryam, por el contrario, pasa todos sus días correteándolos.

Su larga, agotadora y miedosa rutina de trabajo dura de 15 a 18 horas diarias, prácticamente sin descansos, madrugando a las 6:00 a.m. para revisar las playas, el río y el canal en busca de cocodrilos durmiendo, principalmente en el Parque Nacional de Coiba.

Alrededor de las 4:00 p.m. comienza a preparar sus lámparas e instrumentos de captura para salir nuevamente en la noche con la marea baja, ya sea caminando o en lanchas. Algunas búsquedas son exitosas. Otras, solo para los mosquitos y chitras que se la devoran mientras aguarda a los cocodrilos en la oscuridad.

La Dra. Venegas agarra un cocodrilo mientras toma notas.

La Dra. Venegas agarra un cocodrilo mientras toma notas.

Y si se preguntan si debe estar de tú a tú con estos reptiles, la respuesta es afirmativa. En esas andaba cuando casi la hunde un cocodrilo hembra en Playa Hermosa. “Estaba capturándola con un bastón de captura. Me cayó encima porque el cocodrilo hembra, en vez de recular echó para adelante y yo no estaba bien parada, además de estar con el agua a la rodilla. Los otros cazadores la amarraron y me ayudaron a levantarme. Fue en fracción de segundos, pero para mí fue una eternidad”, recuerda.

Sin embargo, este susto no la desmotivó a continuar con su vocación de trabajar con estos enormes reptiles. Asegura que el mismo miedo y la precaución la mantienen alerta y es la protección para conservar su vida y la de sus estudiantes. “Siento miedo, pero no me paralizo. Estoy entrenada para reaccionar. Algunas veces los animales no reaccionan como se espera y si uno no está atento, cualquier accidente puede pasar”, explica.

Aguja en un pajar

Como una aguja en un pajar se sintió el antropólogo social uruguayo Fernando Santos Granero. Se encontraba incomunicado, con su ropa empapada, llevaba largas horas sin comer y no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba en medio de la densa y exuberante selva amazónica peruana.

Caminaba, caminaba y caminaba, y sentía que solo regresaba al punto de partida topándose con caminos exactamente iguales, sin saber cuál era el que lo rescataría de ese implacable laberinto de vegetación, en donde el hilo de Ariadna parecía ser la única vía de salvación.

Era 1977 y allá llegó para estudiar los pueblos indígenas de la Amazonía peruana. Iba a realizar una investigación de campo intensivo y de largo plazo con un colega en las comunidades Yanesha, en donde les tocaría vivir compartiendo las tareas de la vida diaria con sus familias de acogida.

La comunidad quedaba a tres días de camino por el monte desde donde terminaba la carretera, pero con tan mala suerte que el tercer tramo tuvieron que hacerlo sin la compañía de comuneros yanesha. “Nos dijeron que la trocha era muy visible y que no había posibilidad de perderse, pero en realidad había muchos desvíos y senderos secundarios y nos perdimos varias veces bajo una lluvia intermitente”, nos contó.

Luego de haberse perdido en la Amazonía peruana, el Dr. Fernando Santos volvió a la comunidad Yanesha en donde vivió con ellos por dos años y se enfermó de fiebre tifoidea. Desde entonces, ha continuado sus estudios en un campo que le apasiona. “La investigación de campo en comunidades indígenas es una aventura personal e intelectual a la que uno llega completamente ignorante y poco a poco va aprendiendo la forma de pensar del otro”, expresa.

Luego de haberse perdido en la Amazonía peruana, el Dr. Fernando Santos volvió a la comunidad Yanesha en donde vivió con ellos por dos años y se enfermó de fiebre tifoidea. Desde entonces, ha continuado sus estudios en un campo que le apasiona. “La investigación de campo en comunidades indígenas es una aventura personal e intelectual a la que uno llega completamente ignorante y poco a poco va aprendiendo la forma de pensar del otro”, expresa.

“Al final, llegamos a un punto en donde la trocha terminaba en un riachuelo que desembocaba en un río más grande. Como ya estaba anocheciendo, decidimos dormir. No teníamos nada para comer. Toda nuestra ropa y nuestros sobres de dormir estaban empapados y la leña estaba mojada, así que no pudimos hacer fuego. A la mañana siguiente, tras dormir muy poco, nos levantamos y decididos a volver atrás. Estábamos muertos de hambre, así que recogimos rápido la ropa que habíamos puesto sobre un tronco a secar e irnos, pero al buscarla encontramos que un tipo de hormiga arriera se había comido la tela de nuestras camisas y t-shirts. Solo habían dejado las costuras y dobleces”, recuerda Santos.

Por fortuna, una canoa que venía por el río los rescató y los llevó a la comunidad en donde vivieron por nueve meses como un yanesha más, en donde no tuvieron otra opción que la de bañarse en el río para mantenerse limpios; tejerse sus túnicas para vestirse; cazar y pescar para comer, y juntar hojas y palos para techar su casa. Una vida completamente opuesta de la que, tanto su amigo como él, estaban acostumbrados.

Así como sus homólogos, Santos continúa en sus estudios y hoy día se encuentra involucrado en una investigación sobre las nociones indígenas de “riqueza”, “pobreza”, “bienestar” y “buen vivir”.

Sin otra opción que la de trabajar bajo un peligro inminente e incluso de cara a la muerte, realizan sus estudios estos valientes profesionales. Su dedicación, perseverancia y arrojo ante constantes amenazas son dignos de admiración. Pero, tal como expresó O’Dea, “es precisamente eso, lo que a veces, lo hace emocionante”.

A través de los ojos de un director de expedición

Nadie mejor que Gloria Jované puede comprender la vida que llevan estos científicos. Con más de 25 años trabajando para organizaciones dedicadas a la investigación científica y a la conservación de nuestro planeta, Jované ha realizado giras de campo junto a los equipos de trabajo de estas “mentes brillantes”, como los llama, primero con el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales y, más recientemente, con el Wildlife Conservation Society.

Ella, como nadie, conoce de primera mano lo que sacrifican estos científicos por su pasión, pero, sobre todo, gracias al interés de preservar nuestros recursos naturales por el bien de la humanidad.

Sus vivencias junto a estos maravillosos seres humanos y su contacto con la naturaleza en sus diferentes expediciones la han hecho valorar aún más el trabajo de estos investigadores científicos quienes viven al pie del cañón. “La labor que realizan no es para nada fácil y de alguna manera tenemos que encontrar un equilibrio entre las necesidades de los más de siete billones de habitantes a nivel global y la conservación de los paisajes terrestres y marinos y de las especies que los habitan”, expresa.

 

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