No los defraudemos…

Gladys Navarro de Gerbaud |

7 julio, 2017

Tengo tres hijas en edad escolar, tanto en primaria como en secundaria. La rutina de los últimos catorce años de mi vida ha estado marcada por lo usual para cualquier padre: el deseo de que sus hijos lo sobrepasen a uno en oportunidades y conocimientos; el ir y venir de proyectos, trabajos en grupo y exámenes; reuniones con maestros y profesores para dar seguimiento al camino recorrido a diario por esas mentes que parecen esponjas… además de apoyarlos en su desarrollo como personas de bien. No hay receta mágica, más que estar allí siempre para ellos, a veces con nuestra presencia y, otras, con un legado de enseñanzas y directrices que probablemente reposan en nuestro repertorio personal por insistencia de nuestros propios padres y que, de tanto repetirles a nuestros pupilos, se vuelven también parte de su conciencia y de su subconsciente para ser utilizadas como armas de guerra ante cualquier eventualidad.

Si uno se pone a analizar, nuestros hijos pasan más tiempo en un centro educativo de lo que a veces lo ven a uno, pues al menos siete horas de su lapso productivo están sentados detrás de un pupitre poniendo atención o interactuando con una persona, llámese docente, cuya sencilla tarea es –nada más y nada menos– que inspirarlos, abrir sus mentes, dotarlos de aprendizaje constante y servir de guías ante cualquier inquietud o interrogante que se les pudiese ocurrir. Nada fácil, en realidad. Menos aún, cuando como país requerimos que esos estudiantes –850 mil para ser exactos– salgan realmente preparados para afrontar un presente lleno de retos y una competencia feroz que no solamente se mide en nuestro patio sino de manera global. Cada docente es, pues, forjador del éxito o fracaso de aquellos que luego nos reemplazarán.

Por eso me es difícil entender cómo, año tras año y generación tras generación, continuamos siendo testigos de una realidad que ya nos está pasando factura a los panameños, al no haber sido capaces de establecer y poner en práctica como “prioridad nacional” una educación de excelencia y calidad para nuestros jóvenes. Con un país cuyo crecimiento es envidiado por nuestros vecinos, no se justifica que trunquemos las oportunidades de un muchacho al no brindarle, a diario, esas herramientas que lo pueden llevar de cero a cien con solamente aprovechar un tiempo escolar que no vuelve. Máxime cuando, en este momento, contamos con una población que está más preparada y ávida que nunca para recibir una educación de calidad como la que se merece.

Como bien señala Amado Nervo en su poema En Paz, nadie dijo que el camino sería fácil: “Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!”. No hay trayecto cómodo en este espinoso tema de la educación, pero si no agarramos al toro por los cuernos, si no decidimos enmendar lo que no funciona, dentro de diez o veinte años, cuando ya mis hijas -si Dios quiere- estén lidiando con la educación de la siguiente generación, seguiremos siendo testigos de una triste realidad, la de aquellos que no estuvieron allí para la repartición de las oportunidades, pues el bus los dejó parados en la mitad del camino y, pese a asistir religiosamente a sus escuelas y esforzarse por aprender, el conocimiento no llegó a ellos.

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